No
soy buena persona. Sólo es una actitud que adopto en mi forma de ser en esta
vida, nada más. Me resulta más grato aparecer ante mis semejantes como un
individuo tolerante, conciliador, optimista, reflexivo, generoso, humilde,
servicial y educado. Soy así no porque sea esta mi naturaleza, sino simplemente
porque me aplico con disciplina para comportarme de este modo. Resulta más
placentero ser querido por todos que pasar desapercibido o despertar las
normales filias y fobias que recibe todo el mundo por parte de los que les
rodean. Y no es nada fácil, bueno, para mí sí que lo es porque tengo un don,
quiero decir que no todos están capacitados para adoptar este papel y, si me
paro a meditar detenidamente, también yo mismo he de esforzarme en determinados
aspectos que influyen en la percepción que los demás tienen sobre mí; hablo de
la imagen y la forma física. No profundizaré sobre mi gran dominio del método
Stanislavski. Dos horas de gimnasio diarias no pasan inadvertidas, tampoco los
conocimientos propios de un experto esteticista que he adquirido de forma
autodidacta y que empleo para embellecerme exteriormente.
Es
cierto, no soy buena persona. Para quien me conozca, mejor dicho, para quien
crea conocerme puede resultar chocante escucharme decir esto pero, de hecho, si
me lo propusiera podría llegar a ser un verdadero terrorista social, un
manipulador, un prestidigitador de sentimientos ajenos, un auténtico cabrón. Sé
cómo granjear la confianza de la gente, empatizar de tal modo que me cuenten
sus más íntimas experiencias, deseos y frustraciones. Poseo material biográfico
y psicológico suficiente para, en caso de querer usarlo, llevar al borde de la
desesperación a una cantidad ingente de personas. Ya he trazado más de un plan
de acción, meticuloso y maquiavélico, que llevado a cabo ordenadamente y con
astucia podría conducir al suicidio a unos cuantos de mis amigos y seres queridos. Sería un interesante experimento social
llevar a alguien de la mano hasta la muerte mientras me besa con fruición
considerándome su único amigo, su fiel hermano. Sí, este sería un reto algo más
complicado, tampoco considero que demasiado, no vayan a creer.
¿Y
qué tal convertirme en un psicópata? Muchas veces fantaseo con el cálculo del
número de personas que podría llevarme por delante antes de ser detenido,
descubierto o eliminado. No practicaría una serie de asesinatos espaciados en
el tiempo acumulando y saboreando experiencias criminales a lo largo de meses y
años, más bien procedería de forma inmediata y continua. Uno, dos, tres,
cuatro... con cada nueva víctima, borracho de adrenalina, decidiría en cuestión
de segundos si retirarme a tiempo o seguir adelante; uno más y ya.
No,
para qué engañarme, de elegir convertirme en homicida practicaría el asesinato
selectivo. “Aquí les muestro 2 pasos básicos para bailar salsa, practiquen con
nosotros y verán lo fácil que es, haremos las marcas con los dos pies, contamos
con un pie 1,2,3 y con el otro 5,6,7”. Mataría con placer al cerdo que cada
mañana baila con mi mujer en el primer canal de la televisión local. No me hace
bien, lo sé, pero no puedo evitar sentarme cada día delante de la pantalla para
observar cómo se lanzan miradas de complicidad y cruzan sonrisas, mientras
describen los pasos medidamente correctos de tal o cual tipo de baile. Sin
embargo, más que odio siento una gran impotencia por la falta de control sobre
los celos que me consumen. Yo, que presumo de gran dominio sobre mis actos, los
de los demás y las circunstancias que rodean mi vida. Minusválido de oído
musical, arrítmico de nacimiento y enfermo de amor hacía mi pareja, he venido a
dar con la mujer de mi vida en la figura de una bailarina profesional. Cada día
observo su programa, y la veo desenvolverse con gracia dirigida por su pareja,
el guapo bailarín de sonrisa seductora y mirada ardiente ante el que nada
tendría yo que hacer en una pista de baile, a decir verdad lo mismo que ante la
competencia de un pingüino afectado de vértigo, pues como digo soy totalmente
negado para el arte de la danza. Lloro desconsoladamente a solas frente a la
pantalla del televisor mientras sigo sus evoluciones por el plató pero de
ningún modo permito que este sentimiento, que percibo tan irracional y absurdo
como irreprimible, afecte a mi conducta o enturbie el trato que ella puede observar
en mí cuando estamos juntos. Por algo mi signo zodiacal es libra. La armonía y
el equilibrio se basan en una complicada interacción de fuerzas y leyes físicas
y gravitatorias.
Soy
buena persona por puro egoísmo hedonista, pues no creo en Dios, ni en el karma,
ni en el destino, ni en el horóscopo. Me río de todo y de todos. Como diría
cierto moderno héroe televisivo me meo en
tos vosotros. Pero nadie parece darse cuenta. Ateo y descreído de todo,
afortunadamente, podría decir si es que de verdad me importara lo que voy a
contar, porque de no pensar así, ya me podría considerar de hecho un criminal.
Bien, yo lo achaco por supuesto a la casualidad, pero lo cierto es que más de
dos y de tres personas a las que he odiado profundamente han sobrevivido sólo unos
meses después de que yo les deseara la muerte. He llegado a ritualizar el
homicidio que sólo con mi poder mental soy capaz de cometer de modo que para
que las malas vibraciones que envío resulten efectivas, debo desear la muerte
de mi víctima verbalizándolo mentalmente mientras mantengo algún tipo de
contacto físico con ellos, generalmente estrechando nuestras manos o
besándonos. Expresaré el pensamiento que les dedico de una forma políticamente
correcta para no resultar sexista: Hijo/a
puta, ojalá te mueras. He calculado que en el plazo de cuarenta semanas los
infelices que son objeto de mi premeditada ira mental han fallecido o adquieren
una grave enfermedad que a corto plazo les conduce a la tumba. Es por ello que
mi capacidad de perdón no tiene límite y todos se asombran por mi saludable
falta de rencor hacia las personas que tratan de hacerme daño; por lo general
prefiero sellar toda rencilla siempre con un beso o un sencillo apretón de
manos. Soy así de generoso.
Podría
hablar de mi infancia, practicar la autoregresión para hallar el origen de mis
problemas emocionales, crearlos si no existen, es cuestión de escarbar un poco
en los recuerdos o en algún suceso concreto que en apariencia se desvíe de la
normalidad, elaborar un par de buenas hipótesis y darlas por irrefutables, se
localiza así —o se inventa— el problema y a la vez se exculpa uno mismo. Podría
repasar mi biografía durante mi infancia y adolescencia identificando rasgos de
mi personalidad que denoten que algo no funcionaba bien ya desde entonces. Mi
enojo siempre que era corregido, el considerarme más importante que nadie, mi
impulsividad, el ostensible alardeo de mis logros, el culpar siempre a los
otros de mis propios errores, la burla cruel hacia los demás que tanto placer
me reportaba, las situaciones de riesgo y peligro físico en las que
continuamente me veía involucrado, la falta de verdaderas amistades, el nulo
sentido de culpa, aquella etapa de experimentación sádica con animales, mi
agresividad y mi habilidad para el liderazgo, mis devaneos con las drogas. Pero
ahora no tiene sentido hurgar en el pasado ni psicoanalizarme, porque he
cambiado, soy normal, es más, soy buena persona.
Entonces,
¿por qué escribo? Quizás por la inconfesable y secreta esperanza de que sea
leída mi historia para alimento de mi narcisismo sin mesura. Puede también que
para poner orden en mi cabeza, para dar coherencia a la relación entre mi
pensamiento y mis actos. O tal vez, simplemente, como suele mantener la moderna
teoría criminológica, porque el asesino siempre siente la necesidad de regresar
al lugar del crimen. Bajo esta última consideración, todo este ensayo
introspectivo no sería más que una excusa para poder hablar de mi más reciente
víctima:
—Cariño
—sofocada, casi sollozando—, vengo destrozada.
—¿Qué
te ocurre? —acogiéndola entre mis brazos.
—¡Es
horrible! Javier se ha despedido hoy de todo el equipo. Las pruebas médicas de
las que estaba pendiente… Le han dado muy pocas esperanzas.
—¡Vaya!
—simulándome apenado—, cuanto lo siento, con la buena pareja de baile que
hacíais.
Soy un ángel, ya digo, pero podría llegar a ser
la peor bestia sobre la faz de La Tierra si es que me lo propusiera, sólo es
cuestión de actitud.
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