Un
hombre mira al cielo, a un lado y a otro, respira profundo y piensa:
"Domingo de primavera, buen día para morir". Su mente suele maquinar
negros pensamientos cuando se siente en el trance de afrontar su destino y
decidir el de otros mientras percibe la paradójica impresión de que todo
resulta insoportablemente perfecto. Desde la esquina en que espera puede
escuchar con total nitidez el sonido de los pájaros de la mañana. El escaso
tráfico apenas perturba la tranquilidad de los pocos transeúntes que cambian de
acera para caminar bajo el sol. Nadie tiene prisa, incluso se diría que los
corredores que por el margen del río practican deporte, disminuyen la cadencia
de sus pasos como para poder aspirar la calidad de un ambiente y un aire hoy
menos agitado y contaminado.
Inspira
hondo de nuevo, tratando de retener el aroma de las calles, después de haber
alimentado ya su memoria visual y auditiva refrescando el recuerdo del barrio
donde se crió y creció; la ciudad a la que había regresado después de tantos
años y que en unas horas abandonaría por no sabía cuánto tiempo más. La
perspectiva de salir del país, de poner una vez más miles de kilómetros de
desarraigo por medio, le hace golpear con el tacón de una de sus botas contra
la acera en una contenida expresión de la desazón que siente al pensar en ello.
No hallarás otra tierra ni otro
mar
La ciudad irá en ti siempre.
Volverás
a las mismas calles. Y en los
mismos suburbios
llegará la vejez; pues la ciudad
siempre es la misma.
Otra no busques —no la hay—
Entretiene la espera verbalizando mentalmente
un poema. Y bucea entonces en sus recuerdos para revivir el momento en que
descubrió a Kavàfis en la taberna donde solía leer y sobre todo escribir, tan
sólo a unas calles de allí, y en la que se sentaba a una vetusta y ennegrecida
mesa de madera en un rincón desde el que dominaba todo el local. Piensa que
nunca supo si desde su atalaya buscaba más la inspiración necesaria para sus
creaciones o la excitación que le reportaba aquel acto de exhibicionismo que
suponía escribir en un lugar público; sobre todo después de que se impusiera
entre los más jóvenes la moda de frecuentar el casco antiguo donde se
concentraban las tascas con más solera, los bares de viejos hasta aquel momento
y su lugar de trabajo preferido como escritor. Sin embargo, siente terriblemente
lejana aquella imagen de su juventud, el despertar de sus sentidos al mundo. En
aquel tiempo la poesía suponía para él una forma de vivir más intensamente la
realidad; después se convirtió en su vía de escape para no perder la cabeza o,
mejor dicho, para no sufrir. Como ocurre ahora: comienza a temer la llegada de
los primeros síntomas de un ataque de ansiedad e intenta buscar refugio en un
nuevo poema.
Quien confrontar su espíritu
desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará...
No
consigue recordar los versos que siguen. Trata de evocarlos mientras introduce
las manos en los bolsillos de su chaqueta y, de pronto, una fría sacudida que
procede de su mano derecha le hace recorrer veinte años de su vida en dos
segundos, desde la tasca de su juventud hasta el retorno a su ciudad de las
últimas horas. Se marea, y ha de apoyarse contra la pared, sin duda por la
tremenda velocidad de tal viaje. Es entonces cuando comienza a derrumbarse; en
un instante siente su pecho acalorado, respira con dificultad y empieza a
asustarse por la taquicardia que le sobreviene. Nunca había experimentado tan
fuertemente los síntomas de un ataque de pánico. "¿Me iré a morir
precisamente ahora? ¿Me quedaré sin aire? ¿Será esto un infarto o un ataque de
locura?". Sólo cuando está a punto de tocar fondo, cuando casi empieza a
nublarse su visión, llega el momento en que racionaliza y diagnostica de forma
acertada lo que le está ocurriendo, es más intenso que otras veces, pero nada
nuevo, y trata de recobrarse, de recuperar el equilibrio —en su sentido más
profundo y también en el literal— volviendo a Kavàfis.
(...)Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como...
Y
de nuevo se queda atascado. Sabía que sería inevitable recordar, se había
propuesto refugiarse en su infancia y en los momentos más gratos que había
vivido en la tierra que tanto amaba, pero la espera, mucho más larga de lo que
suponía, estaba comenzando a hacerle desvariar. Ya no son bonitas imágenes de
su pasado las que acuden a su pensamiento, sino terribles fotografías
subliminales que le provocan, una y otra vez, un punzante dolor en su lóbulo
frontal izquierdo. Sin duda el nivel de tensión en el que permanentemente vive
inmerso, intensificado ahora por la espera en aquella esquina, busca una vía de
escape; su psique es el magullado casco de un barco a punto de reventar bajo la
presión de una sima abisal. Decide concentrarse en el poema que recuerda con
dificultad como quien ora para sedarse ante una aflicción.
Quien confrontar su espíritu
desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como...
Pero
no logra continuar, y repite los mismos versos inconclusos hasta seis veces.
"Está bien, está bien", se habla en silencio a sí mismo,
"respiremos: tomar aire por la nariz, sentir cómo se hincha el abdomen.
Ahora espirar, notar el vientre desinflándose como un balón pinchado. Bien,
así, otra vez... y otra. No es posible que te hayan vencido los nervios, tú al
que en otros tiempos apodaban Ironman.
Tú, hombre sereno ante la adversidad, templado frente al riesgo, decidido en el
atolladero, valiente en la frontera que separa heroicidad y locura, cerebral en
el caos. Tú, que has logrado diferenciar vida interior y realidad, abstracción
y compromiso, pensamiento y conducta; asumiendo la contradicción como parte de
la condición humana".
Siente
entonces los ojos, fijos en él, de un muchacho parado en la acera contraria; es
muy joven y al percibir que su indiscreta mirada es correspondida, agacha la
cabeza y continúa su camino. El hombre de
hierro se reconoce en aquel chico, y después de perderlo de vista tras una
esquina piensa en si aquella había sido una imagen real, o una representación
de su pasado, de sí mismo en su juventud en plena batalla por la búsqueda de la
identidad. De cualquier modo, real o no, sus ojos, que en el último instante
antes de huir reflejaron sorpresa y miedo al ser descubiertos, le han hecho
recordar otros versos del poema que obsesivamente repite y no logra completar,
aunque no sean los que corresponden al punto donde había quedado varado.
Aprenderá de los placeres.
No temerá la destrucción.
Un
buen montón de sensuales poemas de su autor favorito sería capaz de recitar de
corrido; los ha leído cientos de veces en la página web de poesía gay de la que
es administrador. Sin embargo, no consigue recordar al completo aquel otro:
"Confrontación" de Konstantino Kavàfis. Piensa entonces que la poesía
y las modernas tecnologías le han hecho mucho más llevadera en los últimos años
la prisión del exilio, en algún momento había llegado a afirmar más aún: le
habían salvado la vida.
Encontró
una manera de ofrecer algo a los demás, de comunicarse con el resto del mundo,
de sentirse vivo no sólo a través de su práctica onanista como poeta desconocido.
Hasta ese momento la vida que llevaba lejos de su país, emborronando cuadernos
y entregado a la promiscuidad y la lujuria, le había convertido en receptor de
serios mensajes de advertencia por parte de la cúpula dirigente de la organización
terrorista en la que militaba.
Sí,
ahora recordaba, ya casi lo tenía:
Quien confrontar su espíritu
desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como
tampoco la por todos aceptada
falsa rectitud.
Aprenderá de los placeres.
No temerá la destrucción
Y
de pronto todo se detiene. Él ya no es él, es un personaje de película en una
secuencia de acción, un autómata sin sentimientos, engranaje de una cadena en
movimiento, brazo ejecutor del hado que nos tiene atrapados. El hombre al que
aguarda sale de un portal. Cruzan una leve mirada al encontrarse frente a
frente; está seguro de que es él. Lo sigue, aproximándose por su espalda,
tratando de calcular el segundo preciso, de entre el poco margen de actuación
que ha previsto, para acelerar y en tres pasos pegarse a él. Sujeta la pistola
en el bolsillo de su chaqueta situando ya el dedo en el gatillo, sintiendo en
su mano el frío del metal asesino. Aumenta la velocidad de su marcha, uno, dos,
extrae el arma y se dispone a apuntar a la nuca de su víctima hasta tocarla con
el cañón tras el último paso que se dispone a dar, cuando percibe un movimiento
extraño a su lado, un grito, una detonación, los ojos del muchacho en los que
creyó reconocerse sólo unos minutos antes, un golpe en el pecho y se desploma
cubriéndose el tórax y retorciéndose en el suelo como para tratar de sujetar la
vida que siente escapar por la puerta abierta tras el orificio de entrada de la
bala que acaba de recibir. Cazador cazado, piensa, y es su último pensamiento
lúcido. El joven que lo había descubierto y que ha disparado contra él se
inclina y comienza a hablarle en tono interrogativo, sujetándole por los
hombros y agitándolo; pero el yacente, que lo único que espera ahora es su
propia muerte, ya solamente alcanza a recitar, jadeante, el poema completo que
por fin consigue recordar:
Quien confrontar su espíritu
desee
debe abandonar toda sumisión.
Observará algunas leyes
pero violará la mayoría,
no obedeciéndolas, como
tampoco la por todos aceptada
falsa rectitud.
Aprenderá de los placeres.
no temerá la destrucción,
Pues la mitad de la heredad ha de
ser demolida.
Sólo así crecerá virtuosamente en
la Sabiduría.
¡Imbécil!, es la última e irreverente palabra, por ir dirigida a un
moribundo, que se escucha tras el final de los versos de Kavàfis y de una vida
en aquella esquina de la ciudad.
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