Iván
duerme, como en la noche de autos, aunque la localización ya no sea la misma.
Nuestra casa es ahora mucho más espaciosa. La mansión con la que siempre soñó
mi compañero; no suntuosa por superfluo lujo sino por la necesidad de disponer
de una mayor superficie para hacer realidad todas las ideas que, en una vida
dedicada al interiorismo y la decoración, mi compañero ha podido imaginar como
parte de la que sería su morada ideal.
A
esta hora de la madrugada en el día de hoy, que ya es mañana, quiero rememorar
lo ocurrido con propósito de enmienda, como examen de conciencia o, quizás
mejor, por exorcismo puro y duro.
El
diablo golpea mi persiana, sin violencia, sólo para llamar mi atención, como
tratando de no despertar a Iván, que plácidamente duerme junto a mí todavía en
los labios con los restos de esa sonrisa tonta que le provoca el sueño del
hachís. Me sobresalta el sonido ondulante de las tablillas de aluminio percutidas
con mimosa insistencia. Con los ojos ya abiertos, al menos todo lo que permite
el sopor del que aún soy preso, dirijo mi mirada hacia la ventana a través de
la cual sólo penetra la luz por los agujerillos de la moderna celosía. Percibo
entonces una voz susurrante que me pide en doble imperativo, primero más firme
y a continuación casi suplicando:
—¡Eh!
¡Acércate muchacho!, acércate.
Como
quien acude al encuentro de un viejo conocido con el que hace siglos que no
tropiezas, presto y escéptico, pongo los pies en el suelo —obviamente tómese en
sentido literal— y me dirijo —sin saberlo— al encuentro con mi destino. Todavía
no lo puedo ver, no he levantado aún la persiana, pero sé quién es; Lucifer,
que me vuelve a hablar:
—Hoy
me siento generoso, muchacho. Te concederé un deseo, y no te he de pedir a
cambio nada que tú no hagas con perfecto agrado, ¡pedazo de maricón!
Debo
señalar que no me ofendió el homófobo final de su segunda alocución, pues es
bien sabido que el demonio recurre con profusión, en su normal modo de hablar,
a todo tipo de viles y groseras expresiones con el fin de socavar el ánimo de
su, por lo general, alucinado —participio pasivo, adjetivo y sustantivo a la
vez— interlocutor.
—Dime,
muchacho. ¿O debería decir muchachita? —ni caso— ¿Qué es lo que más deseas en
este mundo? ¿Dinero, fama, éxito o quizá los superpoderes de Supergirl?
Por
si aún albergaba alguna duda sobre la identidad de aquel que aspiraba a genio
de la lámpara, versión persiana aluminosa, pude entonces comprobar, tras su
última pregunta, que el deslenguado demonio que me tentaba conocía hasta mis
más profundos pensamientos y fantasías, aquellos que ni tan siquiera me había
atrevido a compartir con mi gran amor, Iván, unas veces por ocultar mis
delirios de grandeza, otras para no parecer infantil en exceso o directamente
una loca total.
—¿Reencarnarte
en Safo, veintisiete siglos atrás en el tiempo? ¡Menuda zorra la Safo! Ella
también me conoció y me conoció en su
día. Y tú... ¿a qué aspiras? —Satán ponía el dedo en la llaga: mi musa y mi
gran pasión, la labor a la que siempre me había entregado con toda el alma,
precisamente, ahora lo sé, aquello que trataba de arrebatarme Satanás, la
poesía— Veo que te has quedado sin habla, modosita poetisa. Está bien, te haré
una propuesta. Hasta los infiernos me ha llegado la información de que no
logras despuntar más que en endogámicos y provincianos cenáculos. Es tu secreta
gangrena, te mueres aunque no lo confieses por aparecer en los medios, por
publicar en grandes editoriales, por ganar premios de prestigio que alimenten
tu ego, por tener millares de lectores. Lo deseas con todas tus fuerzas ¿no es
así? Okey —sin duda el diablo sabía
también con qué vocabulario podía golpearme directo al hígado—, iré al grano:
levanta la persiana, satisface mis deseos carnales y yo haré lo propio con tus
mundanos anhelos.
Belcebú
es tal y como siempre lo imaginé: un apuesto y musculoso mancebo rapado al
cero, con un gesto cínico en el rostro, el cuerpo cosido de piercings (orejas, cejas, nariz, lengua,
boca, pezones, ombligo y genitales) y un enorme pene en permanente erección
surcado por tremendas y prominentes venas hasta la misma base de su descomunal
prepucio. El Ángel Caído quería que se la mamara y yo sabía que, en caso de
acceder, no iba a soltar mi cabecita de entre sus garras hasta que la última
gota de su diabólica semilla se escurriera dentro de mi garganta.
Procedí
con deleite, para qué mentir, mereciendo todos los insultos y obscenidades que
profería el rey del averno. Me empleé a fondo y hasta el final a pesar del
dolor en los quijales y de encontrarme al borde de un atragantamiento fatal
durante la catarata faríngea que se me vino encima. Iván, entonces me convencí,
debía ser víctima de un hechizo, él y probablemente todo el barrio; de otro
modo no se explica que nadie se inmutara tras los desmedidos y terroríficos
alaridos que la bestia de falo gigante vomitó mientras eyaculaba más allá de mi
úvula.
Repuesto
del trance, tras beber buena cantidad de agua de la botella que siempre tengo a
mano justo al pie de la cama, y con el anticristo aún resollando ante mí, fue
cumplida la parte del trato que me beneficiaba directamente: Satanás me reveló
la clave del éxito, el método que debía seguir para obtener reconocimiento y
triunfar como poeta.
—Presta
atención porque no te lo repetiré otra vez —dijo el diablo—. Deberás proceder
del siguiente modo: construye versos sin significado alguno, une sustantivos
con adjetivos imposibles, elabora proposiciones de delirante predicado, supera
la realidad aliándote con la irracionalidad y el automatismo psíquico y adorna
o precede tus obras con versos o citas de los grandes monstruos de la poesía o
de los muchos poetas y pensadores malditos que la historia ha legado. El resto,
las felices consecuencias fruto de tu nuevo estilo, te será dado por añadidura
—otro de los recursos del príncipe del mal: mofarse de las sagradas escrituras
parafraseándolas—.
No
recuerdo nada más. Amanecí en la cama, con un fuerte dolor de cabeza y la
lengua de estropajo que, hinchada, se pegaba por todo el paladar de mi boca
reseca. Sentía también un hueco dolor en las mandíbulas, como de haberlas
forzado hasta el exceso, y una tremenda sed que no pude paliar pues no encontré
ni gota en la botella que yo creí haber dejado al menos con medio litro de
contenido líquido en el momento de acostarme a dormir la noche anterior.
Le
narré mi sueño a Iván eludiendo los
detalles más escabrosos, pero durante el resto de la jornada me olvidé del
asunto hasta el momento mismo de volver a sentarme a escribir frente a mi viejo
portátil. Con mi mano izquierda sostenía las bases de un suculento certamen
poético, y con la derecha manejaba el ratón del ordenador para abrir un nuevo
archivo en la anticuada versión del programa de tratamiento de textos que
corría en mi también vetusta máquina. Reflexioné durante unos segundos
rememorando mi encuentro con el maligno, volví a ojear el tríptico que contenía
las condiciones técnicas exigidas en aquel concurso de poesía, tan
espléndidamente dotado en premios, y decidí, sólo por probar, seguir las
indicaciones de Legión y presentar una composición sujeta a los parámetros
dictados por él como infalibles frente al triunfo. Bajo el epígrafe de
Apocalypso, y salpicada de citas de Dante, Goethe, Shakespeare, Kierkegaard,
Jacques Cousteau y el libro del Apocalipsis, construí la más demencial obra
versificada de la que fui capaz.
Un
mes más tarde, con presencia de numerosos medios de comunicación, recibía todo
tipo de halagos y parabienes al recoger el primer premio en aquel concurso, de
manos de prestigiosos y consagrados poetas a los que jamás soñé con llegar a
tratar de igual a igual. La oferta de publicar en un importante sello editorial
cerró el entusiasta acto del que fui principal y perplejo protagonista.
Pocos
días después, al consultar mi cuenta corriente tras recibir la notificación del
ingreso del premio en metálico, se confirmaron mis más oscuras sospechas:
"Su saldo a fecha de hoy: sesenta y seis mil seiscientos sesenta y
seis".
El
moderno vellocino de oro, el dinero, posee un poder de atracción demoledor;
pero yo soy más listo que el demonio. Los críticos se empeñaron en encumbrarme
construyendo sesudas interpretaciones sobre la amplia obra que desarrollé bajo
mi nueva voz. Crecía mi cuenta corriente, aumentaban las ediciones de mis
libros, me vi obligado a contratar los servicios de una agente literaria y un
secretario; pero el éxito no consiguió cegarme del todo. Cuando lancé al
mercado los mejores poemas de entre los que había creado antes de mi encuentro
con Satán, el gran batacazo de ventas que experimenté terminó por despertar mi
adormilada conciencia. La rabieta inmediatamente posterior me llevó a editar
otros tres libros más, bajo la demoníaca receta, con los que reírme de los
críticos y engrosar aún más mis millonarios beneficios. El colmo de la
desfachatez se dio en mi última etapa triunfal, al atribuir los intérpretes de
mi obra significados a la misma que yo públicamente desmontaba y negaba, pero
que ellos se empeñaban en mantener defendiendo la existencia de una fuerza y un
sentido superior que ni yo mismo podía llegar a dominar ni comprender. Fue
entonces cuando decidí recuperar la palabra, cuando comprendí que lo que
Lucifer había pretendido era matar el sentimiento estético que daba sentido a
mi existencia.
La
decisión estaba tomada. Belcebú se volvió a presentar ante mí, esta vez en
sueños, para advertir que apartarme de la senda por él marcada provocaría mi
descalabro en el mundo literario, el ostracismo y mi vuelta al anonimato. Pero
desenmascaradas sus malignas intenciones y su pretensión de transformarme en un
autómata sin alma, no dudé ni un segundo en determinar darle para siempre la
espalda.
Ayudé a Iván a levantar su empresa de
interiorismo, ingeniería, reformas y arquitectura y en la actualidad, en
absoluto arrepentido de la decisión por la que volví a tomar las riendas de mi
vida, sigo compartiendo mis poemas con el reducido círculo de colegas, amigos y
seguidores que cada jueves de madrugada se reúne en El Parnaso; café, sala de
conciertos y exposiciones, librería y lugar de encuentro cultural que regento.
Con respecto al diablo, enrabietado, sigue golpeando de vez en cuando mi
persiana con su gigante miembro erecto; mientras que yo, inalterable, simplemente
le contesto con media sonrisa en los labios, en atronador silencio y rezándole
una oración de sincero agradecimiento.
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