Nunca
es tarde para tirar la propia vida a la basura. La tendencia a la ruina está en
la esencia de la condición humana. Aquellos que tratan de llevar una existencia
rutinaria y tranquila, exitosa y normalizada, acaban somatizando la represión
de este natural impulso autodestructivo que ha de conducir al hombre a
transitar por un estrecho camino al borde del abismo. A menudo la enfermedad
física y el trastorno mental no son sino el resultado de la negación del
componente anárquico que debemos cuidar, como si de un nivel en sangre vital
para la salud se tratara. Una contradicción, pues, si esto es así, para
alcanzar el equilibrio ideal es necesario arriesgar al máximo, habitar el punto
exacto en la mínima expresión del centro de gravedad en el que sea posible
balancearse en grado extremo sin llegar a caer. Bien es cierto que podemos
tratar de habituarnos a una insana vida de inveteradas costumbres, aburrida y
cómoda por monótona, pero aun así, el caos acecha siempre amenazando con
adueñarse de todo; otras vidas pendulares a la nuestra, el azar o una
circunstancia extraña y repentina pueden provocar un vuelco de los
acontecimientos que conforman nuestra realidad vital. Toda esta amalgama de
sofismas ha afectado mi existencia en los últimos tiempos de un modo brutal,
hasta el extremo en que sólo el choque de todos ellos, en el que yo creía un
punto sin retorno, ha conseguido devolverme la paz y salvar mi familia.
Con
el convencimiento de que todo es mentira, de que ninguna interpretación sobre
los acontecimientos que nos afectan es más válida que otra, pero con la cínica
certeza de que una ordenada argumentación de las cosas, verosímil y
convenientemente razonada puede aparecer a los ojos de un posible receptor como
una verdad asumible, me dispongo a narrar los insólitos hechos que en los
últimos tiempos casi provocan el desmoronamiento de mi matrimonio y la pérdida
de mi salud física y mental.
Es
esta una trama moderna, por ello quizás también condenada a pasar pronto como
adscrita a una moda surgida del inicio de la era de la comunicación global.
Miles de historias como la mía se reproducen hoy por hoy en todo el mundo, con
matices distintos, pero con igual o superior grado de sofisticación o crudeza.
Un día, superada la tragedia que vivimos, testimonios similares al mío volverán
a ser pasto de reality shows
televisivos, suponiendo que sea posible un tiempo venidero en que retomemos la
capacidad de revolcarnos en el fango del adocenamiento sin remordimiento
alguno; después de todo, lo normal en tiempos de paz. Quienes aborrecen una
sociedad apática, moralmente relajada, conservadora y abúlica, es que no han
conocido el horror y la guerra, la amenaza de la muerte y la destrucción, la
violencia del fanatismo terrorista.
Todas
estas reflexiones también estarán fuera de lugar, soy consciente de ello, en
otro contexto histórico o en otras circunstancias que habrán de llegar, y en
las que se percibirá como pesimista la visión de las cosas que expongo; pero
así es como las he vivido y como las siento y, en este momento, no quiero
—tampoco sé si sería capaz de hacerlo— manifestarlas de otra manera. La
tragedia que ha afectado a nuestra ciudad en los días previos a la escritura de
estas letras y sus consecuencias futuras, impiden la narración objetiva de los
hechos que cuento, más aún cuando la solución a mis problemas dimana
directamente de la gran catástrofe que hemos vivido.
Y
es que ahora me sorprendo al comprobar que pueden pasar bastantes minutos sin
haberme sentido abrumado por la sensación de que mi vida no ha sido más que una
metedura de pata continua, sin que mi memoria sea asaltada por los hechos del
pasado que jibarizan mi autoestima,
algo impensable para mí hace unos días, y no sólo por sentirme angustiado
rememorando toda la historia que concluyó con el acoso del que fuimos objeto y
el abandono de mi mujer llevándose a nuestros hijos a la otra punta del país;
extrañamente también me atormentaban recuerdos de toda mi biografía anterior,
incluso imágenes provenientes de la infancia, las traiciones que cometí, las palabras
y actos inapropiados e inoportunos que desarrollé, los incontables momentos en
los que no supe estar a la altura de lo que de mí se esperaba. Un día me
sorprendí en casa, inmerso en mi flagelación mental, tomando carrerilla para
estrellarme contra las paredes y los muebles, hasta casi conseguir que un gran
armario ropero cayera sobre mí aplastándome; el gran estruendo y la pirueta que
me salvó me hicieron reaccionar por primera vez, concluyendo que debía
desarrollar alguna estrategia basada en el ejercicio físico repetitivo, para
ocupar mi tiempo de ocio y no perder el control de mi cuerpo debido a la
enajenación que de mí se apoderaba. Vivir con ello y tratar de no desmoronarme,
ganando tiempo con el convencimiento autoimpuesto de que el paso de las semanas
constituía un pequeño triunfo, era mi única esperanza en la idea de que una
solución, que en aquel momento se me escapaba, quizás fuera posible algún
lejano día.
Y
de golpe aquel día llegó. En unos segundos, ante la magnitud de lo que mis ojos
observaban, todos mis enormes
problemas se convirtieron en insignificantes, se desvanecieron mientras
contemplaba la cegadora luz que engulló el centro de la ciudad a la que
regresaba después de trabajar. El gran atasco en el que estaba atrapado en la
principal vía de acceso a la capital me otorgó un lugar privilegiado, el
asiento más centrado y de mejor visibilidad de todo el patio de butacas en que
de pronto se convirtió la sierra circundante que cada día salvaba de regreso a
mi hogar. Resultó ser una visión tan espeluznante como irreal en su apariencia,
una broma pesada, el efecto producido por algún mago especialista en
macroespectáculos urbanos nocturnos de sonido, luces y fuego, o al menos esto
es lo que me pareció o pensé durante los primeros momentos, porque exclamaciones,
teorías y rumores hubo de todo tipo en aquellos instantes y en el tiempo
inmediatamente posterior en que la confusión se imponía al miedo o al dolor. Un
temblor de tierra seguido de la visión de una gran bola blanca lunar, justo
sobre la catedral, y un círculo concéntrico de igual resplandor que se extendía
rápidamente en torno a ella, dejaban un rastro devastador: el corazón de la
ciudad en llamas, mientras el rugido de un trueno interminable llenaba el aire
aturdiéndonos con su estremecedor estampido.
No
he seguido un orden lógico, pero me parecería inmoral haberlo hecho, debí haber
ocultado el ataque terrorista nuclear que acabo de describir hasta el final de
esta narración, habría conseguido con ello un efecto sorpresa conclusivo con el
que tal vez esta historia habría quedado más redonda, la moraleja más
acentuada, el deseo de relectura desde una nueva perspectiva reforzado, pero
con tanta muerte, destrucción y dolor sobre nosotros haberme conducido como
mandan los cánones de la técnica del buen relato habría generado en mi mente un
nuevo pensamiento insano, de los que me perseguirían durante toda la vida
aflorando obsesivamente en los peores momentos, como durante cada día de las
semanas previas a la explosión: abandonado, arrepentido y asqueado de mí mismo,
más allá de los hechos concretos que me habían conducido hasta aquella
situación, me atormentaba el día en que rehuí la amistad de una mujer
maltratada para ahorrarme problemas, la negación de auxilio a un muchacho
tirado en un portal, el cacareo de cierto secreto de confesión, la traición y
la mentira contra mi mejor amigo en la escuela primaria para evitar un castigo
que merecía. Pasar ahora por encima de miles de cadáveres y familias
destrozadas en pro de la calidad o el efectismo literario sobrepasaría el alto
nivel de repugnancia en el que, por otra parte, siempre he estado dispuesto a
sumirme para conseguir escribir una buena historia. O tal vez resulta que he
cambiado.
Sí,
lo admito, fue una estupidez colgar en la red aquellas fotos, en primer lugar
porque lo hice sin el consentimiento de mi esposa y, sobre todo, porque las
consecuencias externas imprevistas que ello nos acarreó perjudicaron gravemente
nuestra relación. Mantener viva la pasión durante nuestros quince años de matrimonio
con dos niños de por medio, estoy seguro que no es un logro generalizado entre
las parejas que vivan en unas condiciones parecidas a las nuestras, pero
nosotros lo habíamos logrado con imaginación y una actitud mental abierta a la
experimentación. Yo me conducía maquinando premeditadamente nuevas
experiencias, y ella me sorprendía dándome la réplica de forma improvisada. La
vuelta posterior a la normalidad de la rutina social a menudo me impactaba al
enfrentar la visión de una respetable madre de familia con la de una furibunda,
violenta e insaciable mujer entregada a la cópula de tan sólo unas horas o unos
minutos antes.
Bien,
es obvio que hay asuntos que deberé resolver con mi esposa después de haber
perdido su confianza al exponer en internet, sin que ella lo supiera, nuestras
fotos haciendo el amor y sus desnudos posados. Imágenes trucadas para ocultar
rostros y cualquier otro elemento con el que se nos pudiera identificar, pero
que le molestaron igualmente cuando me vi obligado a desvelarle el uso que
estaba haciendo del resultado de aquellas sesiones de fotografía erótica
digital. Puedo esperar cualquier cosa y habré de admitir sumisamente sus
exigencias para poder tenerla de nuevo a mi lado, incluso dudo sobre el hecho
de que las líneas que en este momento escribo puedan llegar a salir a la luz,
porque, aunque hasta ahora nunca ha interferido en mi trabajo literario
reprobando la utilización de material personal en mis escritos, puede que su
confianza en mi capacidad de ficcionar la realidad haya quedado seriamente
mermada y tenga que someterme a su veredicto censor. Quizás me pida que limite
o rompa mi relación con las nuevas tecnologías, no quiero ni pensar que
supedite la continuidad de nuestra reconciliación a que deje de escribir como
prueba de la renuncia que estoy dispuesto a asumir para volver con ella; la
conozco, y en situaciones extremas soy consciente que puede mostrarse así de
radical.
Casi la puedo ver ahora, de pronto comienza a hablar
subiendo marcialmente el tono de voz, se crece, hincha su pecho y a mi mente
acude su enorme fascinación por el estudio de las técnicas de sabotaje y
guerrilla urbana, su colección de armas, el esmero y cuidado con el que prepara
un cóctel Molotov o una bomba casera, sus prácticas de tiro, su biblioteca repleta
de manuales y textos con capítulos tan delirantes como: La importancia del
factor sorpresa; conocer el terreno en el que se actúa; Movilidad y velocidad
en tácticas de calle; Asalto, penetración y ocupación; La emboscada perfecta;
Liberación de prisioneros; Propaganda armada; Guerra de nervios. En fin, hay a
quien le da por la colección de dedales de porcelana, el aeromodelismo, las
casitas de muñecas, la caza, el punto de cruz o la fabricación artesanal de
moscas de pesca; yo tengo por esposa a una líder revolucionaria en potencia,
una más que segura dirigente de la resistencia en caso de invasión extranjera o
alienígena. Con sus conocimientos y su genio habría podido librarse sin
problemas de las personas que nos molestaban y que, indirectamente, me
obligaron a contárselo todo, pero, despechada, optó por alejarse y dejar que me
enfrentara sin su ayuda al problema que sólo yo había generado, con los
estúpidos actos que habían desembocado en el acoso telefónico y presencial de
los sujetos que, por medios que desconozco, habían logrado descubrir nuestra
identidad.
"Os
mando algunas de mis fotos para vuestra web, me gusta el sexo y me encanta que
me hagan fotos. De momento no tengo fotos en acción pero si recibo muchos
comentarios igual me animo a mandarlas. Besos para todos". "Espero
comentarios acerca de mi querida esposa Marta, ¿no creéis que tiene un cuerpo
increíble?". "Somos Pepa y Pepa de Madrid nos gustaría intercambiar
fotos y comentarios calientes con otras parejas. Sin foto no contestamos".
"Es la primera vez que envío fotos, espero comentarios del conejito de mi
novia". "Pareja de León: esperamos comentarios en el foro".
"Os sigo dando las gracias a todos los que me escribís y me mandáis fotos.
Gracias a todos los que aprecian la belleza, el morbo y la sensualidad. Para
todos ellos estas fotos". "Unas fotos de mi querida esposa, siento
que no sean muy buenas pero de momento es lo que tengo. Por favor dejad
comentarios". "Hola, me llamo Cristina y he decidido mandar mis
primeras fotos, me excita verme en internet y saber que hay miles de personas
que me observan. Me gustaría leer comentarios acerca de mi cuerpo y
proposiciones indecentes. Por favor no publicar el mail, que contesten en el
foro y nosotros responderemos". "Somos Mary y Erick de México DF,
esto es solo una aportación de todo lo que tenemos". "Hola amigos de
la página, somos una pareja joven de 22 y 21 años que deseamos compartir
nuestras fotos con vosotros, para intercambio o comentarios (...)".
"Hola chicos, es la segunda foto que subimos, gracias a todos los
calientes que nos mandaron sus mails
con fotos suyas y de sus novias". "Es uno de los conjuntos que más me
gusta llevar, medias blancas, faldita corta, botas negras y sin bragas, os
gusta? espero que sí". "Somos pareja de Chile tenemos 40 años y nos
gusta el intercambio de fotos con chicas y parejas morbosillas. Ojalá manden
fotos con mucho morbo". "Pareja de Murcia busca mirón: Si hay algún
chico, chica o pareja que quiera ejercer de mirón con nosotros, que deje su contacto
en el foro".
Tras
conocer la práctica del cyber-exhibicionismo, me hice asiduo visitante de las
páginas dedicadas al submundo de la exposición pública e intercambio de
experiencias y fotografías eróticas, finalmente yo mismo participé enviando
algunas de las imágenes que habíamos tomado con nuestra cámara digital en las
ocasiones en que mi mujer y yo la habíamos incluido como un juguete más durante
nuestros encuentros amorosos. Y todo ello lo desarrollé en secreto, sin hacer
partícipe a mi esposa, pues, habiendo tanteado su opinión, descubrí que no era
un asunto que le interesara en absoluto. Sin embargo, mi morbo se alimentaba
con la oculta esperanza de que un día le revelaría que cualquiera podía
observarnos, desnudos y practicando sexo, en el tablón de anuncios mundial
donde yo había colgado nuestras fotos más íntimas, y que al mostrárselo, frente
a la pantalla de nuestro ordenador personal, ella iba a disfrutar y a excitarse
con la idea de haberse convertido en potencial objeto de deseo para millones de
personas de todo el planeta.
Pero
mis secretas fantasías quedaron truncadas un día en que le mostré a mi esposa
las fotos amateur de una pareja exhibicionista y, ya abiertamente, me expresó
su rechazo hacia dicha práctica diciendo que no se me ocurriera publicar
nuestras imágenes y que si lo hacía no me volvería a hablar en la vida.
"Demasiado tarde", pensé, y me juré no desvelarle jamás lo que había
hecho y olvidarme yo mismo para siempre de ello, aunque para entonces ya me
escribiera con un matrimonio del continente americano con el que intercambiaba
fotografías a través del correo electrónico.
Nuestra
casa se encuentra, se encontraba para ser más exactos, en uno de los barrios
más afectados por el atentado. A mi mente no ha dejado de acudir durante estos
días la historia de Sodoma y Gomorra, destruidas por la cólera de Dios bajo una
lluvia de fuego y azufre debido a la indecencia y perversas prácticas sexuales
de sus habitantes. Yo no soy más que un moderno Lot al que se le ha brindado
una nueva oportunidad para encauzar su vida, aprender a valorar las pequeñas
cosas, apreciar lo que tengo y no ambicionar más o, simplemente, dejar de hacer
gilipolleces que, dados los pájaros que pueblan mi cabeza y de los que nunca me
habré de librar, ya sería más que suficiente.
"Bebita
y Jorge están aquí y tienen el deseo de conoceros, nuestro teléfono es el
646..." Casi me desmayo al escuchar la voz grabada que aparecía en nuestro
contestador telefónico. Borré el mensaje sin tan siquiera anotar el número que
habían dejado, pero no hizo falta, porque las llamadas se sucedieron y, ante su
insistencia, de nada sirvió negar y perjurar que debía tratarse de una
equivocación; mi esposa se dio cuenta de que algo muy extraño ocurría y comenzó
a sospechar.
Aquella pareja que acababa de cruzar el
Atlántico pronto cambió de actitud al saber que yo deseaba que desaparecieran
de nuestras vidas, que mi mujer no supiera nada sobre ellos y mis secretas
prácticas en la red. La propuesta de conocernos y de intercambiar experiencias
se tornó entonces en intento de chantaje económico. De modo que poco a poco se
hizo imposible seguir sosteniendo la situación por medio de mentiras y,
finalmente, me vi obligado a confesar. El resto de la historia ya la conocen:
mi esposa me abandona llevándose a los niños, yo casi me vuelvo loco y de
pronto —perdón por el juego de palabras—
“radioterapia”. Una bomba nuclear —real, no metafórica, aunque bien mirado
también podría haberlo sido—, reduce a cenizas nuestros problemas.
Herida,
contaminada y desierta, todo el pasaje se ha agolpado en las ventanillas al
sobrevolar la ciudad atacada. Este avión que atraviesa el país me lleva al
encuentro con mi familia, mi mujer y mis niños, y para templar los nervios y la
emoción, para acortar la espera, me cuento esta historia, la biografía de los
últimos meses de mi vida, escribiendo sobre las servilletas de papel que
incluía el almuerzo servido a los pasajeros del que no he probado bocado —poseo
una gran capacidad para comprimir un texto escrito en muy poco espacio—.
He sentido el aire que desplaza la muerte al
pasar junto a mí rozándome con su negra capa, comienza ahora una nueva etapa de
mi existencia que seguro también viviré al límite aunque, aprendida la lección,
trataré al menos esta vez de ser más honesto. En este momento me invade un
pánico atroz motivado por la idea de que el avión se caiga y no pueda volver
con los míos para reiniciar otra historia; sería un paradójico final digno de
los desenlaces con los que me gusta concluir mis relatos de ficción. Creo que pediré
un nuevo par de servilletas a la auxiliar de vuelo para esbozar en ellas un
final alternativo basado en esta idea, y anotar la posibilidad de convertir mi
relato autobiográfico en una historia de realidad-ficción.
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