Un cuento para niños
Otro día os contaré lo que significa ser un niño zombie y puede que después de saberlo muchos de vosotros y vosotras soñéis con convertiros también en niño o niña zombie, que en esto de mutar en pequeño muerto viviente no existe discriminación alguna, pero ahora quiero comenzar relatando cómo empezó todo, los acontecimientos que se sucedieron el día en que me convertí en niño zombie.
Todo
empezó un caluroso día de julio, el mes
del año que más calor hace donde yo vivo, aunque de esto no estoy muy seguro,
porque como el mes de agosto me lo paso en remojo puede que tenga una idea
equivocada de la cantidad de calor que se soporta en un mes y en otro. El caso
es que era un caluroso día de julio y que a los niños zombies nos gusta el
agua, en contra de lo que se pueda suponer, pero no nos desviemos del tema que
nos ocupa.
Decía que todo empezó un caluroso día del mes de
julio. Aquella tarde
habíamos
quedado para jugar un partido de fútbol en El
Campo Grande de al lado del cementerio. Reunir gente suficiente para jugar
en El Campo Grande que hay junto al
cementerio es muy difícil, pero esa vez lo conseguimos de sobras; nos
enfrentábamos 14 contra 13, y aún así el terreno de juego resultaba gigantesco
para nosotros. Siempre que íbamos a jugar allí alguien decía que aquel campo
tenía las medidas reglamentarias, lo cual significaba que era imposible
cruzarlo corriendo a lo largo de lado a lado sin tener que parar para recuperar
la respiración. Yo era el portero-delantero o al menos esa era mi intención y
lo que yo siempre repetía a pesar de que muchos de los de mi equipo se
desgañitaran cada vez que me veían salir del área con la intención de jugar la
pelota:
–¡Vuelve
a la portería! –me gritaban con rabia a menudo.
–¡Portero
delantero!, ¡portero delantero! –contestaba yo también gritando, mientras
corría hacia la portería contraria con el balón en los pies.
De
todas formas con lo grande que era la portería, hubiera o no portero, si el
balón venia entre los tres palos casi siempre entraba a gol, así que la función
del portero resultaba casi siempre bastante aburrida. Eso por no hablar del
peligro que corrías si recibías un balonazo en plena cara; por eso no resultaba
extraño que algunos de los pocos tiros a puerta que rechazaba en mi tarea de
portero los despejara con el trasero, porque cuando un jugador del equipo
contrario corría hacia mí con intención de meter gol, en el momento en que
chutaba, yo le daba la espalda para evitar así recibir un balonazo en el rostro
o en alguna otra parte sensible de mi cuerpo. No es de extrañar por todo esto
que si mis compañeros de equipo protestaban demasiado dándome las quejas sobre
mi actuación, al decirles yo que se pusiera otro de portero me dejaran en paz
durante un rato, porque nadie quería ocupar mi puesto.
El
caso es que yo jugaba de portero en El
Campo Grande de al lado del cementerio y que hacía mucho calor. Más de la
mitad del equipo contrario, viendo el partido perdido se había marchado ya, lo
que nos permitió redondear el resultado marcando siete goles más para dejar el
marcador definitivo en un magnífico 32 a 12. Además tuve ocasión de marcar el
último gol, pegándome una tremenda carrera para rematar de cabeza a cuatro
patas el balón que se había parado a medio metro de la línea de gol de la
portería contraria. Aunque para ser sincero a esas alturas muy pocos hacían ya
nada por jugar la pelota, por lo que quiero pensar que mi gol fue válido
porque, a falta de árbitro, significó lo mismo que el pitido final: después de
mi gol de cabeza a ras del suelo se dio por terminado el partido.
Yo
estaba muerto de sed, y esto lo digo en sentido figurado porque estoy hablando
del pasado, es decir de mi vida antes de ser niño zombie. En realidad todos
teníamos mucha sed, el esfuerzo por lo mucho que habíamos corrido y el calor
que soportábamos, a pesar de que el sol ya casi se había puesto, nos había
dejado secos. Así que no es de extrañar que cuando alguien gritó que había
encontrado una fuente de agua allí cerca, compitiéramos para ver quién llegaba
primero. Cuando llegué hasta ella pensé que había tenido suerte porque no
estaba ocupada, me incliné rápidamente bajo la boca del grifo y me harté de
beber mientras algunos de mis amigos me miraban fijamente. Supuse que los
chicos que estaban alrededor mío esperaban su turno, pero resultó que no era
exactamente esa la situación.
–¿Qué?
–les pregunté a modo de abreviatura de “qué es lo que pasa”, porque me miraban
fijamente y nadie más se acercaba a beber.
–Es
la fuente del cementerio –dijo alguien.
–¡Qué
asco! –añadió otro.
Yo
me quedé parado un par de segundos tratando de sentir o decidir cuál iba a ser
mi reacción, y percibí o me comporté como si hubiera bebido un agua que no
estaba demasiado buena, pero que tampoco me provocaba especial repugnancia,
aunque se me quitaron las ganas de beber más.
–Es
la que usan para llenar los jarrones de flores.
–Bueno,
pero es agua normal, como la del grifo.
–Sí
pero pasa por ahí debajo, por donde están todos los muertos enterrados, yo no
bebo de ahí aunque me muera de sed.
Unos
bebieron y otros no, y yo para quitarme el gusto del sabor del agua me eché a
la boca un chicle de fresa que guardaba en el bolsillo. Luego nos quedamos
jugando por los alrededores, desperdigados en pequeños grupos y nos olvidamos
completamente del asunto de la fuente de agua del cementerio. Pero, al cabo de
un rato, uno de los chicos llegó corriendo preguntando quienes habíamos bebido
agua de la fuente.
–¿Por
qué lo preguntas, pasa algo? –le interrogué.
–El
agua estaba mala, algunos de los que han bebido están empezando a tener dolores
de barriga y sudores.
Me
alarmé un poco aunque yo había bebido y de momento me encontraba bien. Fue
entonces cuando los vimos: tres o cuatro niños llegaban corriendo y detrás de
ellos otros tantos chicos totalmente pálidos, con los ojos hundidos, los brazos
estirados y las manos en forma de garra los perseguían con alguna mala
intención que no llegábamos a entender pero que asustaba.
Corrimos
a escondernos, y junto con dos amigos que me acompañaban desde una zona elevada
y protegida pude ser horrorizado testigo de una increíble escena: los extraños
niños transformados en pequeños monstruos –todavía no sabíamos que en realidad
se habían convertido en zombies–, acorralaban y agarraban a los niños que huían
y los llevaban hasta la fuente del cementerio para obligarles a beber agua. Al
minuto de haber bebido, los secuestrados se retorcían en el suelo sujetándose
la barriga y al poco tiempo se levantaban convertidos en niños zombies. Tan
absorto y aterrorizado estaba contemplando lo que ocurría, que no me di cuenta
de que mis dos compañeros de escondite no habían soportado más la tensión y
habían salido huyendo por el campo detrás de mí para alejarse rápidamente de
allí. Los niños que me acompañaban, cuando me di la vuelta, ya no eran niños
corrientes; los niños zombies me habían descubierto y ahora me sujetaban por
los brazos para obligarme a ir hasta la fuente. Me llevaron casi a rastras,
abrieron el grifo y colocaron mi cara debajo del chorro. Tuve que beber porque
si no me iba a ahogar, sabía que no apartarían mi rostro de debajo del caño de
agua hasta que lo hiciera. Bebí e inmediatamente me soltaron y caí temblando de
rodillas. Ya sólo quedaba esperar la transformación, pero pasaron los minutos y
seguía sin sentir nada.
Los
niños zombies me miraban extrañados sin pronunciar palabra y yo seguía sin
convertirme en uno de ellos, cuando de pronto se me ocurrió que lo único que me
diferenciaba de todos los niños que habían bebido agua de la fuente del
cementerio es que yo había masticado un chicle de fresa después de beber. Pensé
que el chicle de fresa había funcionado como antídoto y por eso no me había
convertido en niño zombie ni la primera vez que bebí por mi cuenta, ni la
segunda que fui llevado hasta la fuente a la fuerza. Mi mente empezó a maquinar
un plan: debía hacerme pasar por uno de ellos para tener libertad de
movimientos, llegar hasta el kiosko del barrio, comprar suficientes chicles de
fresa y hacer que se echaran uno por uno un chicle a la boca para poder
devolver a la normalidad a todos los niños. Pero antes de que pudiera comenzar
a llevar a cabo mi plan, uno de los niños zombies decidió tirarme agua por la
cara, sin duda impaciente porque no me convertía en uno de ellos. Fue en ese
momento cuando me encontré rodeado por mis amigos que me llamaban por mi
nombre:
–¡Juanvi!,
¿estás bien?.
–¡Jo,
menudo balonazo que te has llevado en toda “la jeta”!
–¡Qué
susto macho, parecía que habías perdido el conocimiento!
–Esta
agua ¿de donde es? ¿He bebido? –pregunté alarmado.
–Pues
sí, bebiste, antes de echártela por la cara, por eso nos dimos cuenta
de que no estabas del todo inconsciente –contesto uno.
–¿De
dónde es el agua, tíos?
–Pues
de donde va a ser, de la fuente del cementerio, no hay otra por aquí.
Entonces
Corrí, corrí con todas mis fuerzas, como un loco, como nunca había corrido,
necesitaba el antídoto, un chicle de fresa. Pero a pesar de mis prisas no
conseguí hacerme con una sola goma de mascar, el kiosko del barrio estaba
incomprensiblemente cerrado y en casa después de buscar y rebuscar tampoco
encontré nada. Mi madre no quiso escucharme, sólo me regañó por la hora que se
me había hecho y me mandó a que me duchara si no quería irme a la cama sin
cenar. Así que me di por vencido y me encerré en el cuarto de baño, mirándome
al espejo con detenimiento.
La
verdad es que tenía una pinta horrorosa, despeinado, con el pelo tieso, ojeroso
y pálido, y sin embargo mi nuevo aspecto no me desagradaba, de hecho a partir
de aquel día decidí peinarme estilo pelopincho.
En eso estaba, frente al espejo cuando mi madre aporreó la puerta:
–¿Te
falta mucho?, ahora no estés dos horas ahí metido, voy a preparar la cena.
–No,
mamá, me estaba metiendo en la ducha.
–Tengo
lenguados para hacerlos rebozados como a ti te gustan o carne, ¿qué prefieres
para cenar?
–Carne,
mamá.
–Vale,
voy a empezar a hacerla, no tardes.
–¡Mamá!
–¿Qué?
–La carne que esté poco hecha, así como que
salga un poco de sangre al cortarla en el plato.
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