El perfume



    Toma sus muñecas muy despacio, mirándola fijamente a los ojos, y las acerca a su nariz, alternativamente, aproximándolas desde su anverso. Comienza por sus manos recordando el día en que se volvió loco aspirando todos los rincones de su cuerpo mientras ella se retorcía de risa, por las cosquillas y por la torpeza de él, que después de largo rato no había reparado en explorar esa zona de su cuerpo. Pero esta vez no lo encuentra en su pulso.
Continúa por los lóbulos de sus tiernas orejas y después de olfatearlos se despide de ellas con un liviano mordisco, apenas doloroso, en la parte más externa de su exageradamente agujereada ternilla izquierda.
—Frío, frío —le dice ella sonriendo con picardía.
Siguiendo la pista que acaba de darle se arrastra hacia atrás sobre sus rodillas hasta tomar sus pies. Pero tampoco halla en este lugar el perfume que anda buscando: trata de desentrañarlo de las venas que bajan desde sus tobillos y después de entre sus dedos, separándolos con gran mimo uno por uno, y descarta por último toda la zona después de aspirarla profundamente en rápidos barridos verticales.
Tampoco está en la cara interna de sus muslos, ni en sus ingles, ni en el vello de su pubis, ni en los labios, ni en los pliegues de sus nalgas, ni en su ombligo, aunque aquí se detiene para realizar una vez más la comprobación de que es en la punta de la lengua donde reside el sentido del tacto en su mayor grado de desarrollo.
Un sonido en la habitación contigua los detiene por unos instantes. Ella se cubre con la sábana y él agudiza el oído.
—No pasa nada, sólo están hablando en sueños —años de encuentros nocturnos, junto al dormitorio de los niños, les han dotado de una capacidad de discriminación auditiva verdaderamente excepcional.
Se concentra de nuevo en su olfato, y hace reír a su compañera abriendo y estrechando los orificios de sus fosas nasales antes de reiniciar el juego. Entonces pasa por su mente la idea de dar un giro a la lúdica actividad erótica a la que están entregados: piensa en romper las normas y mostrarse de pronto física y verbalmente violento. Sabe que a ella le excitaría que él tratara de arrebatarle por la fuerza el secreto de cuál era el lugar donde había colocado la gota de perfume. Pero no lo hace, quiere ganar legalmente para hacerle pagar la dura prenda a la que no le estaría permitido negarse, según establecían las reglas que habían negociado previamente.
Decide probar en los tatuajes. Primero en la parte baja de su espalda sobre la fresa punzada en su zona lumbar izquierda, después con el delfín grabado en su hombro derecho. Nada. Acaricia el lomo del animal y cata el fruto antes de voltear a su consorte e invitarla a sentarse sobre la cama. En el pezón izquierdo brilla el anillo con el que lo había sorprendido unas semanas antes. Sujeta con el pulgar y el índice de su mano derecha el pequeño aro y amenaza con tirar con fuerza de él.
—¡Dímelo... dime dónde lo has escondido! —ella niega con la cabeza, entornando los ojos y sonriendo. Explora entonces sus pechos y reconoce el olor fresco que siempre emanaban sus senos, pero no halla ni rastro del aroma que busca.
Desenreda cuidadosamente sus largos cabellos distinguiendo la suave fragancia a melocotón del champú que usa, y mientras lo hace piensa en lo mucho que le gusta sentirse azotado por aquella melena, cuando ella la usa a modo de látigo sobre su piel desnuda. Pega su rostro al de su contendiente y recorre todas sus facciones, aspira su cuello y su nuca, vuelve a subir y le pide que le dé el aliento. Ella rompe a reír y vaporiza sobre su cara una bocanada de dióxido de carbono fluorado.
—¡Ríndete! —le exhorta.
Centímetro a centímetro, sin resultado alguno, bate sus omóplatos y su espalda, los antebrazos, las axilas, los brazos, las palmas y el dorso de sus manos, el hombro no tatuado, su redondeado vientre por dos veces fecundo y, finalmente, haciendo una pausa, se aleja, la contempla y trata de descubrir una porción de su epidermis que haya descuidado. Tras mirarla de arriba abajo concluye que lo único que le queda por hacer es empezar de nuevo.
—¿Vas a estar así toda la noche? —le pregunta en mitad del segundo reconocimiento olfativo.
—Está bien, me rindo, tú ganas. Dime qué es lo que deseas y yo te complaceré como fiel esclavo. Pero primero quiero saber dónde pusiste el perfume.
—No te lo diré, ésa será tu penitencia, aunque de todas formas si eres hábil lo descubrirás por ti mismo. Ahora deja de hablar y obedece.
Y así lo hace, guiado por ella, besándola y acariciándola suavemente hasta por fin hacer aflorar el perfume ahora lúbrico por la emanación de los fluidos que empapan su sexo.

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