Caos. Las manifestaciones populares de
fin de semana casi se habían convertido en una atracción turística más. Sin
embargo, cuando las primeras piedras y bolas de acero vuelan y de vuelta surcan
el aire con su estela blanca los botes de humo de los gendarmes, sólo los más
aguerridos o desesperados y los más inconscientes o despistados aguantan el
tipo. Clara pertenece a este segundo grupo en su doble acepción.
El pánico expandiéndose. Una marea
humana en estampida en todas direcciones desde el centro de la acción en plenos
Campos Elíseos. Teoría de los vasos comunicantes aplicada a la masa humana más
o menos algarada y Clara cuestionando a Pascal, extasiada, inmóvil,
contemplando el espectáculo. De su grupo Timm (DE), Nicola (IT) y la atípica
pareja de finlandeses Mika y Heli han desaparecido. Maja (SVN) toma de la mano
a Clara cuando ve cargar hacia ellas a los antidisturbios, pero todavía las dos
chicas tardan un par de segundos en reaccionar, inmersas como están en la
aparente irrealidad de una situación extrema. A Clara, escuchando los
improperios de los que hacen frente a la policía, aún le da tiempo de pensar en
su propia madre y en la advertencia que le repitió poco antes de partir desde
España “no se te ocurra ir a las manifestaciones de los chalecos amarillos”. Maja se gira y tira de Clara que se ve
obligada a correr marcha atrás. Clara no consigue mantener el ritmo ni el equilibrio,
se trastabilla y cae. Casi está cubriendo su rostro para protegerse de lo que
se le viene encima cuando un muchacho, prácticamente tomándola en brazos, la
saca del epicentro de la batalla. Detrás de ellos la turba se reorganiza y
contraataca, la lucha se recrudece. Clara decide que ha tenido suficientes
emociones, que esta no es su guerra, da las gracias al chico que la ha ayudado,
se despide de él y corre en la dirección que cree más segura: cruza el Pont De la Concorde y orillando el Sena
se dirige hacia Saint-Germain-des-Prés.
Pero de nuevo se encuentra inmersa en el centro de la imprevisible marea que conforma
la revuelta, en tierra de nadie, atrapada entre dos fuegos. Improvisados
proyectiles de guerrilla urbana de un lado; pelotas de goma y gases
lacrimógenos desde la parte contraria. Clara escapa por la calle más estrecha que
encuentra, cruzando aterrada las líneas civiles en las que un grupo de jóvenes
dispara sus tirachinas. Se refugia en un portal, se hace un ovillo, cubre su
cabeza y sus oídos, grita desesperada; las explosiones, las sirenas policiales
y el vocerío generalizado apagan su propia voz. A su espalda un gran portón se abre y una vez más una mano salvadora la rescata
en el momento más aterrador.
—Ven, ven conmigo, aquí estarás a salvo.
—Merçi,
merçi, merçi beaucoup— No para de repetir.
Clara y su rescatadora cruzan un pequeño
patio, se internan y recorren el claustro que flanquea la entrada que dejan atrás,
acceden al interior del edificio cerrando cuidadosamente la puerta a sus
espaldas. Ya bajo techo caminan por un pasillo en penumbra, Clara aún muy
agitada, mientras los ecos del gran alboroto exterior se extinguen poco a poco
en sus oídos. Finalmente llegan hasta una sala iluminada por gran cantidad de
velas blancas de diferentes tamaños y formas. En el suelo en semicírculo, sobre
mullidos y coloridos cojines, una docena de personas descalzas y vestidas de
blanco miran a las recién llegadas sonriendo.
—Valerie, ¿qué tal están las cosas por
ahí afuera?
—Pues no he llegado a pisar la calle
pero a tenor del jaleo que se escucha y del estado de la muchacha que me he
encontrado en la puerta creo que no mejora la situación.
—Buenas tardes —saluda Clara—, me llamo
Clara.
—Buenas tardes Clara —contestan doce
personas al unísono y se diría que en tono modulado.
—Cariño —le dice ahora la tal Valerie a
Clara—, ¿quieres sentarte con nosotras y acompañarnos?
—Bueno, no sé, no quisiera —divaga Clara
tratando de ganar unos segundos para dar sentido a la inquietante escena en la
que se encuentra ahora inmersa—, es que… tendría que ir al baño.
—Claro que sí mi amor —responde su
salvadora—, solo una cosa: tienes que apagar tu teléfono móvil, me olvidé
decírtelo —y ante la expresión de extrañeza que provoca en la muchacha
prosigue—. Pero no te preocupes, puedes usarlo cuando quieras pero fuera, al
aire libre, en el patio que hemos atravesado al entrar. Las radiaciones que
emiten esos cacharros pueden alterar el equilibrio energético de…
—Oh, no, no se preocupe —interrumpe
Clara—, no llevo teléfono —miente de forma rápida y convincente—, lo he perdido
ahí afuera, tropecé, caí, salió volando, aún me dio tiempo a ver cómo alguien
lo pisaba y quedaba destrozado, pero no volví a comprobar si todavía podía
salvarlo, tenía mucho miedo, hui —muy convincente.
—De acuerdo querida, lo has debido de
pasar muy mal, te acompaño y te indico dónde está le toilette.
Clara asiente cuando Valerie posa la
mano sobre su hombro y de nuevo se deja conducir por ella, entonces repara en
un detalle que no había apreciado antes: un pequeño animal cuadrúpedo, negro y
con cuernos, se pasea por la sala.
—¿Eso
es una cabra? —está a punto de verbalizar mientras sale de la estancia, pero
se contiene.
El aseo no cuenta con pestillo en la
puerta. Clara extrae el teléfono de su pequeña mochila.
—Cinco llamadas perdidas de AAMamá, cuatro por ciento de batería, merde. Vamos Mija, cógelo —quinto tono
de llamada—, cógelo tía, cógelo —y el teléfono se apaga—. Merde, merde, merde.
—Cielo, ¿te encuentras bien? —requiere
Valerie, tocando levemente con los nudillos al otro lado de la puerta.
—Sí, sí, perdón. Sólo que con los
nervios que he pasado creo que tengo mal la barriga —un tanto humillante aunque
de nuevo muy creíble.
—Tranquila, muchacha, no te preocupes
por nada, tómate el tiempo que necesites.
Una ventana, un poco alta. Un taburete,
más que suficiente. Atisba el exterior, es el patio por el que accedieron a la
casa. De nuevo huir, esta vez despacio, haciendo el menor ruido posible. Afuera
el camino inverso, de vuelta a la barahúnda.
—Por favor, por favor —sus súplicas son
atendidas, la puerta se puede abrir fácilmente desde dentro. Asoma con cuidado
la cabeza, la calle parece despejada a su derecha. Escapa—. El metro... que no
esté cerrado el metro —y una vez más se cumplen sus deseos: increíble y
aparente normalidad.
Llega a la residencia de estudiantes y a
su habitación sin mayor novedad. Conecta el cargador a su teléfono móvil que
tarda unos minutos en resucitar y comienzan
a entrar mensajes de llamadas perdidas: de Maja —a buenas horas—, de algunos
de los del grupo, de su madre —más numerosas que todas las demás juntas—.
Llamar a AAMamá.
—Mamá, hola. Acabo de llegar a casa y
veo que me has estado llamando.
—¡Ay! Hija, qué alivio escucharte,
estaba muy preocupada. Han abierto todos los informativos de la televisión con
los disturbios de París. ¿No te habrán pillado a ti?
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