El subviaje de Teo

—¡Vamos Teo!, es tu turno, ¡métele mano!
Asustado, entre escombros y basura, y cientos de gaviotas revoloteando por encima de sus cabezas, Teo sujeta el cuerpo por los flácidos muslos; sus amigos le animan usando un lenguaje obsceno que abulta más que sus frágiles cuerpos preadolescentes en busca de salvajes experiencias.
El cementerio de automóviles, las viejas minas abandonadas, el buque fantasma encallado en la dársena del puerto, la visita al poblado de chabolas del extrarradio, ahora el monstruoso basurero de las afueras de la ciudad. Aquellos extraños peregrinajes, las insólitas excursiones que realizaban durante los fines de semana, el turismo alternativo que habían ideado los estaba inmunizando ante cualquier novedosa visión por sorpresiva y repugnante que pudiera llegar a resultar.
La pandilla de Teo fue madurando, superando poco a poco la anómica postinfancia; cada vez disfrutando menos de los macabros derroteros hacia los que, dirigidos por Teófilo, estaba tornando el constante afán del grupo por vivir aventuras al límite. Teo más necromántico y solitario, Teo completamente solo a partir del día en que todos aceptaron su propuesta de visitar por la noche el camposanto creyendo que iban a divertirse jugando a asustarse, y descubrieron a su grotesco líder buscando, entre lápidas, nichos y tumbas, la foto mortuoria de alguna joven que le resultara atractiva para masturbarse frente a ella.
Teo, pocos años después, al borde del descontrol al visitar en su tiempo libre los tanatorios de la ciudad: recabando datos sobre las fallecidas, espiando conversaciones, permaneciendo largo rato frente a los escaparates en que se exhibían los cuerpos de las más pálidas y bellas mujeres, eyaculando precozmente ante ellas preso de la desbordante excitación que lo embargaba y siendo socorrido y consolado en el momento de correrse, al confundir los presentes la turbación del orgasmo con un momentáneo desfallecimiento ante el intenso dolor por la pérdida de un ser querido.

Superó el test de cultura general con frialdad y gran seguridad, no así el cuestionario sobre la parte práctica de la oposición a la plaza de sepulturero; seguro de la respuesta correcta, sí, pero tembloroso y agitado al contestar, por ejemplo, a la pregunta sobre cuál era la proporción correcta de cal, arena y agua para elaborar una argamasa perfecta. Acababa señalando la opción verdadera, pero en varias ocasiones necesitó concentrarse y realizar ejercicios respiratorios de relajación, al imaginarse en los nichos que fueran de su interés, mezclando mal adrede los componentes del mortero para poder acceder después al interior de ellos con facilidad. Ganó el primer puesto para aquel trabajo, consiguiendo la mejor nota final, por encima de un licenciado en filología hispánica —casualmente compañero de aventuras en otros tiempos— que encabezaría la lista de espera en la bolsa de trabajo que se constituyó concluido el proceso de selección. "La cosa está muy mala" le había contestado su antiguo amigo, al ser preguntado por Teo sobre la necesidad que tenía de optar a ganarse la vida como enterrador habiendo estudiado una carrera universitaria.

Ya como empleado en el cementerio municipal, Teo continúo profundizando en sus parafílicas apetencias carnales; de la simple delectación a través de la mirada pasó a los tocamientos, para más tarde llevar a cabo todos aquellos actos que con una amante fría y pasiva —nunca mejor dicho— pueden llegar a desarrollarse.
Tampoco abandonó sus incursiones en los edificios destinados a velar a los muertos, aunque ahora los realizaba caracterizado para evitar ser reconocido. Le gustaba saber de la vida de las mujeres a las que unas horas después haría el amor; así podía hablar de forma personalizada con cada una de sus dóciles bellas durmientes.
Penetraba a sus amantes siempre con un sólido garrote a mano, desde que escuchó por la radio la noticia de la detención, en la antigua Unión Soviética, del empleado de una funeraria que al servirse de una guapa finada la había devuelto a la vida. A él no le iba a suceder aquello, le machacaría el cráneo a la primera que mostrara cualquier atisbo perceptible de reanimación. A veces le había ocurrido: interpretaba que su pareja se había movido de forma voluntaria y entonces le propinaba un fuerte mandoble en la cabeza, después ya no podía continuar y se lamentaba por perder la oportunidad de disfrutar de una irrepetible experiencia erotanática por culpa de su desmedida susceptibilidad.

Tan sólo en una ocasión usó su macana contra una persona viva: frente al que una noche osó usurpar su particular harén, desenterrando y aprovechándose de una esbelta muchacha sepultada sólo unas horas antes, Teo lo sorprendió in fraganti. No se detuvo hasta prácticamente decapitarlo a golpes mientras repetía obcecado: “¡conque la cosa está muy mala! ¡Eh... cabrón? ¡cabrón! ¡cabrón! ¡cabrón!” Cuando se hubo calmado, y tras enterrar a su víctima junto a la joven mancillada, no dejaba Teo de preguntarse cuánto pervertido y maniaco más puede llegar a ocultarse tras la fachada de personas en apariencia rectas y respetables en este mundo perdido por la inmoralidad, el vicio y la depravación.

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