Es una buena televisión, aunque demasiado grande y pesada. La enciendo y, como era de esperar, un presentador muy serio, muy profesional, conduce un "Especial Informativo" en el primer canal que aparece sintonizado en pantalla. Me gustaría saber qué es lo que hacen esos capullos delante de las cámaras, cómo no corren a reunirse con sus familias, a tratar de buscar un lugar seguro o simplemente a esperar en paz el final.
Voy a preparar un trípode y una cámara con disparador automático.
Encuadraré bien y posaré con todos los televisores encendidos y sintonizados
cada uno de ellos en un canal distinto. Aparecerán... tres por ocho...
veinticuatro imágenes distintas girando en torno al mismo tema: atascos en las
carreteras de salida de las principales ciudades, presentadores con rictus de
funeral, testimonios de miedo y desesperanza, las primeras grandes
explosiones... Una fotografía para la historia.
Cómo me gustaría tener en mi mano el pulsador que hiciera explotar de una vez el
globo terráqueo desde su núcleo; reducir todo el planeta a polvo cósmico en
cuestión de segundos. Sería a la vez un acto de venganza, de rabia y de
misericordia, pues no se me escapa que la extinción probablemente será masiva
en un principio pero, sobre todo, angustiosamente progresiva y lenta hasta
alcanzar el inevitable grado total.
Resulta extraña la soledad de este sitio. Me siento como el único
superviviente tras la catástrofe. Tal vez a estas horas lo sea. Aunque con toda
seguridad no es así, de haberse precipitado definitivamente el final yo ya no
estaría aquí. Si no se ve un alma en kilómetros a la redonda es porque esta
zona ha sido declarada de máximo riesgo y despejada concienzudamente, evacuada
en su totalidad; ni tan siquiera aparece ya patrullada por las fuerzas de la
Guardia Nacional.
Desde la puerta del Centro Comercial casi se alcanza a ver la
ventana de mi habitación. Se me ocurre que sería bonito encontrar a una bella
náufraga que, como yo, contemplando el ocaso de la civilización haya decidido
rebelarse haciendo justamente lo contrario de lo que se nos ordena:
“permanezcan en sus hogares, conserven la calma, estén atentos a los medios de
comunicación, sólo deben ser evacuadas las zonas designadas por las
autoridades”. Nos amaríamos con desesperación aquí mismo —ya puestos a
fantasear—; un colchón en el que retozar no nos iba a faltar.
Tal vez las cosas serían diferentes si no me encontrara en una
ciudad extraña, lejos de los míos; o si a pesar de ello no estuvieran las
carreteras colapsadas, los aeropuertos cerrados, la totalidad de los medios de
transporte paralizados, los teléfonos bloqueados. En casa, contemplaría en
familia el fin del mundo en el salón comedor, delante de la tele, acariciando
al gato y riéndonos todos juntos de las paridas de la abuela que no se
enteraría de nada e interpretaría lo que viera según su particular y delirante
tamiz.
Pero no estoy en casa. Tampoco es que me encuentre en las
antípodas. Apenas tres horas en avión. Pero, para el caso, como si estuviera en
Marte. Aunque estoy seguro de que ni en el planeta rojo impera este silencio
sepulcral. Cuando camino por los pasillos de esta gran superficie puedo sentir
el eco de mis pasos rebotando por todas partes; si me detengo, el no sonido zumbando atronadoramente en mis oídos.
Y aun así, no siento miedo. Soy el rey del lugar. Todos han huido. Yo también
lo habría hecho de haber pensado que merecía la pena escapar.
Este distrito fue evacuado tan rápidamente que la zona destinada a
alimentación en el hipermercado permanece intacta. Podría mudarme a vivir aquí.
Anoche, mientras me entretenía disparando desde la ventana con mi escopeta de
aire comprimido, pensé que nadie se iba a preocupar en una ciudad fantasma, si
su único habitante penetraba sin permiso en el paraíso del consumo que se
extendía a poco más de trescientos metros de mi vista.
Las ratas y las cucarachas heredarán la tierra. Recordando el
morboso reportaje radiofónico que había escuchado unos días antes, me había
parapetado, como un francotirador, con mi almohada, mi arma y una caja de
balines, al acecho de los asquerosos ortópteros que —sólo ahora me había dado
cuenta— se adueñan cada noche de las calles al cesar la actividad humana.
Pronto serán las amas de todo. Yo simplemente me entretenía probando mi
puntería y haciendo estallar sobre el asfalto, el ladrillo y el cemento a unos
cuantos de aquellos repugnantes bichos, mientras escuchaba con distraída
atención las noticias de medianoche. Entonces se me ocurrió que una televisión
y una antena parabólica podrían acercarme un poco más a mi tierra; y me planteé
el convertirme en saqueador, como acababa de oír se estaba poniendo de moda en
las principales ciudades de todo el mundo.
He roto el cristal de la cafetería que daba al exterior, y por ese
lugar he tenido acceso sin mayores problemas al interior de este macrocentro
comercial. Sin límite en mi crédito, enfilé el pasillo que conducía hasta la
sección de electrodomésticos y me detuve a contemplar las hileras de
televisores colgados en una de las paredes del inmenso local. Sin embargo, mi
atención pronto se distrajo hacia los estantes donde se exponen los ordenadores
portátiles. En uno de ellos, el que marcaba el precio más elevado, me dedico a
escribir esto, y mientras lo hago, mi idea de esperar el final frente al
televisor que no tenía, en mi pequeño piso alquilado en esta ciudad extraña, se
torna en intención de vivir activamente las últimas horas de la humanidad.
Legaré a ¿futuras culturas? la crónica del fin del mundo grabada e impresa en
todos los soportes posibles, también en papel, pues no se me escapa
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