"tomas"

Tomás encendió la televisión. Portaba la casete VHS en su mano izquierda. Seleccionó la entrada de video en el televisor e introdujo la cinta en el magnetoscopio. "tomas" podía leerse en la etiqueta pegada en el lomo de la caja negra que desapareció engullida por el aparato tras ser empujada.
Una mujer yacía desnuda en la cama, el plano fijo la tomaba de costado, y un hombre aparecía después en escena, en un primer momento de espaldas, alejándose de la pantalla y aproximándose a la mujer para luego colocarse sobre ella y comenzar a besarla y acariciarla con gran ternura.
Confuso y aturdido, al llegar a comprender el verdadero alcance de aquellas imágenes y percatarse de la identidad de los actores que protagonizaban el video pornográfico casero que estaba visionando, Tomás tardó un número de segundos mayor de lo que podría considerarse normal –dadas las circunstancias que después conoceremos–, en sentir su vello erizado y el corazón tratando de saltar fuera de su muy agitada caja torácica.

Mateo y Ángela eran muy queridos por todos los que habían tenido la oportunidad de conocerlos o circunstancialmente habían convivido con ellos durante algún tiempo. Mateo hacía reír a Ángela y bromeaba sobre lo "bien considerados" que estaban. "Piensan que soy un tío genial" le contaba a Ángela narrando la fiesta de despedida que le habían preparado en el trabajo del que acababa de ser trasladado, "no saben que puedo llegar a ser un cabrón, un auténtico demonio si es que me lo propusiera. Lo que pasa es que es mucho más grato ir de buena persona por la vida, de prudente, tolerante, conciliador, educado...". Ángela reía, decidía tomar a broma a Mateo cuando no llegaba a saber muy bien si él hablaba de veras, convencido de lo que decía, o ironizaba y en realidad jugaba a hacer psicología-ficción.
El Centro Comercial les quedaba cerca, a tiro de piedra, con honda y viento huracanado eso sí; cerca de todos modos. Lo suficientemente próximo como para acostumbrarse a frecuentarlo como fundamental medio de abastecimiento de víveres, lugar de ocio y tiempo libre o restaurante de guardia. A menudo Ángela se quejaba de que Mateo no quería ir a ningún otro sitio. Él se defendía alegando que allí encontraban siempre aparcamiento y podían comer, ver una película, pasear mirando escaparates o curiosear entre libros y discos. Fue en uno de esos días, en aquel paraíso del consumo, cuando decidieron sin más, sin pensarlo y sobre la marcha —como por otra parte siempre hacían cuando realizaban un gasto superfluo—, comprar una moderna video-cámara de entre las expuestas bajo llave en la sección de "imagen y sonido" de aquella gran superficie.

Tomás se levantó de forma brusca, dudó un instante, pero finalmente apagó la televisión y el aparato de video. Luego estuvo dando vueltas por casa, sin atinar a hacer nada, de provecho o no, que le permitiera concentrarse y olvidar o todo lo contrario: dedicarse a pensar sobre el tratamiento que debía dispensar a la video-casete que por un curioso malentendido había ido a parar a sus manos.
Se acostó para tratar de dormir, pero de madrugada no pudo más y decidió levantarse, insomne, pues había determinado que lo mejor que podía hacer para despejar sus dudas era examinar al completo la película que mostraba a dos de sus mejores amigos haciendo el amor.

 Esa misma noche, fijando la cámara sobre un viejo trípode fotográfico en uno de los laterales de la habitación desde el que se dominaba la alcoba de matrimonio —como podía observarse a través del visor—, Mateo y Ángela decidieron llevar a la práctica una de las fantasías sexuales que más tiempo llevaba escrita en el cuadernillo rojo de gusanillo destinado a ir anotando tales ideas: iban a grabarse en plena celebración del acto sexual.
La batería de la video-cámara llegó a agotarse y tuvieron que utilizar el adaptador para conectar el aparato a la toma de corriente, porque Ángela sufrió en varias ocasiones compulsivos ataques de risa; por lo que decidían rebobinar la cinta y comenzar de nuevo su actuación, una y otra vez, hasta que llegaron a conseguir la toma óptima, el plano secuencia definitivamente válido con el que, al menos antes de contemplar el resultado final, se mostraron plenamente satisfechos.

Tomás recordó el emotivo y multitudinario funeral. El silencio, sin duda debido al gran shock generalizado por una doble pérdida tan inesperada, impregnó todo el tiempo el ambiente alrededor del sepelio no sólo durante la celebración de la misa. El sacerdote oficiante, muy amigo de la pareja, también compungido en extremo, hizo llorar hasta al más duro de los presentes dando decenas de vueltas de tuerca, metiendo el dedo en la llaga sangrante una y otra vez.

Mateo conectó la cámara al aparato de video y grabó en una casete VHS las imágenes que habían tomado en la habitación. En el lomo de la cinta pegó un autoadhesivo y sobre él, después de pensar un rato el lema a marcar, escribió la palabra "tomas".

    Un guiño del destino había provocado que, por un malentendido ortográfico, la familia de los fallecidos le entregara a Tomás la casete pensando que él debía ser su legítimo propietario. Decidió conservar la cinta, bajo llave eso sí, no destruirla, como fue su primer impulso, pues consideró que deshacerse de ella era como hacer desaparecer un poco más a sus amigos; muertos en trágico accidente de circulación un mes atrás, exactamente un día después de la fecha que aparecía sobreimpresa en las imágenes que acababa de visionar y que ahora permanecerían preservadas para siempre.

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