No
me juzguéis por mis actos, por la decisión extrema y última que tomé y que,
bien lo sé, entra en contradicción con la auténtica filosofía y creencias que
impregnan el convencimiento de que hay otra vida después de la vida, en este
mundo, en otros seres: la reencarnación, el renacimiento del alma en un nuevo
cuerpo.
La
fascinación que desde donde alcanza mi memoria he sentido por esta idea guió
mis estudios y todos mis pasos, llenó mis horas de ocio, me convirtió, también
soy consciente de ello, en un ser huraño, sin vida social, un bicho raro a los
ojos de los demás.
La
vida después de la muerte en la antigua civilización egipcia, ciertos aspectos
de las doctrinas pitagóricas, las teorías de Platón sobre el alma humana, los
planteamientos de los cabalistas místicos judíos, los gnósticos, los maniqueos
o los herejes primitivos cristianos, son sólo algunas de las ramificaciones en
que se fue extendiendo mi pertinaz materia de estudio: Samsara, La rueda de la vida.
Aquellos
que trataron de acercarse a mí acabaron desahuciándome como amigo, como pareja,
como compañero de viaje, al convencerse de que nunca ocuparían un lugar destacado
en mi monotemático mundo. Mis padres trataron de curarme de esta obsesión
gastando mucho dinero, haciéndome pasar por la consulta de los mejores
especialistas en manías patológicas. Tuve, finalmente, que fingir interesarme
por otros temas y aplicarme en los estudios formales con el único fin de que me
dejaran en paz.
Ganada
mi independencia viajé por todo el mundo, al epicentro de las más diversas
civilizaciones. Recorrí miles de millas a bordo de mi deseo por saber más, por
encontrar la verdad, al encuentro de chamanes, gurús y líderes espirituales de
la más variada calaña. Hinduismo, budismo, jainismo son para mí doctrinas
religiosas tan familiares como el propio catolicismo que desde niño me fue
impuesto.
Por
fin, poco tiempo antes de la gran decisión,
con el convencimiento pleno de que la muerte no es el fin, sino que representa
el punto de inflexión cósmico que genera un tránsito, regresé al barrio que me
vio crecer en esta vida, durante mis primeros años, con la intención de
disponerlo todo para la verificación empírica de mis creencias. Por entonces
tuve noticia de que mis progenitores habían fallecido; no sentí ninguna pena,
pues los imaginé rematerializados de nuevo en niños, gracias a su buen karma,
en algún lugar del mundo. La ventaja añadida de no tener a nadie más —a ningún no iniciado— que pudiera sentir mi
muerte, me animó definitivamente a prepararlo todo con mayor celeridad. Ocupé
la vieja casa de mis padres y tras descartar la opción de lanzarme al mar,
usando una cuerda para amarrar uno de sus extremos a mis pies y el otro al
pesado macetero que se erigía solitario en el centro del patio, decidí resolver
el trance de la forma que creí más rápida y efectiva posible: haciéndome con un
arma de fuego y saltándome la tapa de los sesos.
Y
así lo hice, sentado en la posición del loto y escuchando cantos tibetanos.
Parte de los pelos de mi cabeza quedaron pegados en el techo para satisfacción
del morbo del vecindario y sin embargo, después, ni Atmán ni Brahman ni cosa
que se le pareciera, en contra de todo lo que yo pensaba ya no sucedió nada
más.
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