Camarero,
repartidor de publicidad, limpiador de pescado, mozo de carga y descarga,
trasero inquieto, aprendiz de mucho durante toda mi vida. Ahora, tras muchos
tumbos más debidos a una huida constante que a la búsqueda de mi verdadera
vocación, me dispongo a inaugurar oficialmente este bonito cuaderno cuyas
suaves cubiertas no me canso de acariciar. Me sitúo presto, en suma, para dejar
constancia perdurable, en papel y tinta de toda la vida —no me fío de la
durabilidad de ningún otro medio—, de los casos que hasta ahora he tratado y de
los que, por afición o encargo, en el futuro me vaya dedicando a investigar en
esta mi nueva ocupación que comenzó siendo de detective privado y ahora no
sabría bien cómo definir.
Pero
quizás en la primera página del que he bautizado como "Cuaderno de casos
nº1", y antes de entrar en el auténtico meollo de la narración de los
asuntos, personas y circunstancias concretas con las que me he enfrentado hasta
hoy, habría de empezar a relatar mi historia desde el principio.
Al
otro lado de la calle, desde la ventana tras la que en estos momentos descargo
la tinta de mi Cartier 18 quilates,
puedo divisar la entrada del local donde mi vida cambió de forma radical dando
un giro de "trescientos sesenta grados", como se suele decir por
estos lares. Las palabras de la dueña de la administración de loterías, al
comprobar el premio del boleto que yo jugaba, han quedado grabadas para siempre
en mi memoria: ¡Chacho, corre corriendo
pa tu casa que aquí tienes un capazo perras!
Poe,
Conan Doyle, Agatha Christie, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Georges Simenon,
Vázquez Montalbán, han sido desde siempre mis escritores de cabecera. Y mi
sueño, emular a Pepe Carvalho, el comisario Maigret, Philip Marlowe, Sam Spade,
Hercules Poirot, Sherlock Holmes o Auguste Dupin. Mi afición por la novela
negra, un curso por correspondencia de auxiliar de detective privado, el vacío
legal existente sobre la materia y, para qué engañarnos, ante todo la gran
cantidad de dinero que gané jugando a la lotería, me llevaron a intentar hacer
realidad mi fantasía de convertirme en protagonista de aventuras detectivescas
similares a las que tantas veces, desde bien joven, había devorado de toda la
literatura policíaca que fue cayendo en mis manos.
Sin
embargo, mi acercamiento a la realidad de la ocupación de mis sueños no pudo
resultar más frustrante. Pasados los primeros momentos de emoción ante la novedad
del trabajo que desempeñaba, pronto caí en la cuenta de que mi labor se iba a
centrar, de forma casi exclusiva, en desenmascarar a maridos o esposas infieles
y en el seguimiento de trabajadores en falsa baja laboral, tareas que de ningún
modo me hacían sentir realizado. A pesar de todo ello, y de ser consciente de
tener económicamente resuelta mi vida, no cejé en mi empeño y continué
aceptando multitud de casos que no me agradaban en absoluto a la espera de
otros que me hicieran sentir como un auténtico investigador privado, según la
romántica idea que yo me había forjado de la profesión.
El
primer caso que expondré aquí no resulta ni mínimamente representativo de los
que con posterioridad viví, implicándome en intrincadas y peligrosas aventuras,
y superando en muchos aspectos las más imaginativas y delirantes narraciones
detectivescas y fantásticas jamás creadas; pero supuso para mí la iniciación en
una realidad extraña que marcaría para siempre mi forma de ser y de actuar,
transformando profundamente el objetivo que hasta entonces me había marcado en
mi nueva vida laboral voluntariamente activa.
Considerando
el posterior desarrollo de los acontecimientos, a este primer caso relevante al
cual me dediqué no se le podría considerar en sentido estricto
"caso"; más bien habría de quedar englobado dentro del prólogo del
cuaderno de bitácora que en estos momentos me dedico a redactar. Prefacio o
primer capítulo, el hecho es que su exposición resulta fundamental para la
necesaria ordenación temporal de los sucesos que seguirán, y es por ello que
comenzaré relatándolo.
Hace
cosa de un año, un tipo se personó en mi despacho presentando un evidente
cuadro de ansiedad. El parte meteorológico predecía tormentas para toda la
tarde-noche; poco después comprendería que el nerviosismo de mi cliente en gran
medida estaba motivado por las adversas condiciones atmosféricas anunciadas.
—Buenas
tardes.
—Buenas
tardes, tome asiento. Usted dirá.
—Pues
mire, no sé por dónde empezar... Va a pensar usted que estoy mal de la cabeza o
algo así.
—Por
favor, hable con toda libertad. Considéreme en este momento como su ministro
espiritual, puede estar usted tranquilo.
—¿Ministro?
—Quiero
decir que puede usted hablar con confianza. Le ampara el secreto profesional.
En mi código deontológico…
—¿Donto...
qué?
—Esto...
Disculpe, por favor, prosiga.
—Vale,
yo prosigo. Verá usted, yo vivo solo, por suerte o por desgracia, y no tengo a
nadie en el mundo y por eso he pensado en acudir a usted, porque últimamente me
pasan cosas muy raras.
—¿Cosas
raras?
—Sí,
verá, yo querría que usted me vigilara.
—¿Que
yo le vigile a usted?
—Sí,
quiero que me acompañe, esta misma noche si es posible, y observe usted qué es
lo que me ocurre.
—¿Y
qué le ocurre?
—Pues
eso es lo que quiero que usted averigüe.
—Explíquese
usted un poco mejor porque no le entiendo.
—Mire,
yo lo único que sé es que algunas noches, en días como éste, días de lluvia, me
despierto por las mañanas completamente desnudo en mitad de la huerta, y que no
consigo recordar nada del modo en que voy a parar a ese lugar. Digamos que me
acuesto tranquilamente y cuando me vengo a dar cuenta ya estoy en cueros
vivos...
—¿Padece
usted de insomnio, sonambulismo?
—¡Oh,
no! Nada de eso, además, suceden cosas extrañas. ¿Cómo explicaría usted que
cuando despierto entre los limoneros, me recubra por encima del cuerpo una
especie de baba; o que me amarre a la cama y luego aparezcan las ligaduras y
los nudos intactos y yo me he conseguido escapar a pesar de todo?
—A
ver si lo entiendo: usted quiere contratarme para que lo vigile durante la
noche, y le explique después qué es lo que ha sucedido para amanecer sin
recordar nada fuera de casa.
—Desnudo
y en medio de la huerta.
—¿Puedo
preguntarle a qué se dedica?
—Soy
agricultor, aunque ahora más como afición que por oficio, porque hace unos años
tuve un golpe de suerte ¿sabe usted? (...)
Aquel
hombre me transmitió buenas vibraciones desde el principio, y aunque en algún
momento llegué a pensar que podía no estar en sus cabales, finalmente decidí
aceptar su caso convenciéndome de que se encontraba realmente angustiado, y de
que en verdad precisaba de mis servicios y ayuda.
El
encargo resultaba extraño, pero había conseguido despertar mi curiosidad. Esa
misma noche quedé con mi nuevo cliente en la dirección que me facilitó, para
servir de guardia nocturno en lo que yo estaba convencido no se trataba más que
de un curioso caso de sonambulismo. De haber sabido el horror que iba a
presenciar, no me habría mostrado tan optimista y receptivo. Aún hoy,
conociendo como conozco a Sancho, sabiendo de las peculiaridades que adornan su
curiosa existencia, y habiéndolo contratado como íntimo colaborador en la
particular cruzada contra el mal en que se ha transformado mi vocación de
investigador privado, me cuesta mucho presenciar sin volver la vista hacia otro
lado, el momento en que experimenta su singular metamorfosis.
Con
un buen libro, un gran chubasquero, una cámara de video y mi almohada de viaje,
me dirigí a la dirección indicada dentro de la hora convenida, con la esperanza
de realizar una buena toma en formato de video para que mi cliente quedara
plenamente satisfecho. Una vez allí, pensé que a mi hombre le iba a costar
bastante conciliar el sueño sabiendo que a los pies de su cama iba a estar un
extraño vigilando todos sus movimientos; pero no fue así en absoluto. Hablamos
de la sequía, de la temporada de la alcachofa, y un segundo después de su
última palabra ya se encontraba roncando como un hipopótamo.
De
la mano de un afamado literato sentí que el sueño me vencía. Mi última lectura,
un relato en el que se mezclaba con supuesta maestría realidad y mitología, me
dio la idea de atar el extremo de un hilo al dedo gordo de mi pie derecho y el
otro a la marmota de ochenta kilos que parecía hibernar frente a mí. De esa
forma, tras insuflar aire en mi almohada portátil, me dispuse yo también a
tratar de descansar, manteniéndome al mismo tiempo alerta y a la espera de
acontecimientos.
Desperté
de madrugada, sobresaltado, y pude comprobar que no había sido la tensión del
hilo que me ligaba a mi cliente lo que había provocado el brusco desvelo; le
había dado la holgura suficiente como para que sus movimientos naturales al
dormir no repercutieran en la atadura de mi dedo. Me llamó la atención, sin
embargo, la postura que Sancho había adoptado en la cama: se hallaba completamente
enroscado en una contorsión extrema que desató mi curiosidad. Me acerqué a él y
pude observar que temblaba, sudaba con profusión y su cara había palidecido
enormemente. Me asusté, pensé que se encontraba gravemente enfermo y traté de
despertarlo. Entonces ocurrió: primero se estiró al máximo, permaneciendo
rígido durante unos segundos, y después fui horrorizado testigo de cómo sus
rasgos faciales comenzaban a diluirse, su piel adoptaba una textura casi
transparente y sus extremidades se encogían más y más hasta desaparecer por
completo. Poco después, convertido en una especie de babosa gigante, Sancho, o
lo que demonios fuera aquello, resbalaba por entre las sábanas y el pijama,
dejándose caer lentamente hasta el suelo, mientras yo empotraba mi espalda
contra una de las paredes de la habitación, paralizado por el miedo.
Tardé
bastante tiempo en reaccionar. Pero, pensando que aquello tal vez sería un
acontecimiento irrepetible, tome mi cámara, le incorporé el foco que la
complementaba y corrí tras el monstruo baboso que sólo unos minutos antes yacía
en su lecho humano, en forma de rústico huertano roncador.
Durante
aquella primera experiencia agoté rápidamente las baterías de mi video-cámara;
fue un gran error, pues no pude grabar la transformación de la babosa gigante
de nuevo en hombre, una vez que amaneció y los primeros haces de luz natural
tocaron su cuerpo. En efecto, con el alba, fui de nuevo testigo de la
metamorfosis, e igualmente horrorizado presencié cómo se repetía el proceso de
transformación que había tenido lugar durante la noche anterior, pero esta vez
en sentido inverso, recuperando el monstruo su primigenia forma humana.
En
los días y semanas que sucedieron, el seguimiento y la investigación del caso
se iba a centrar en tres aspectos fundamentales: documentación exhaustiva, a
través de fotografías y grabaciones en video; estudio sobre las causas y origen
de la manifestación y ensayos para el control, en momento y grado, de la
transmutación.
Resultaría
harto prolijo el exponer aquí, paso a paso, los procedimientos que fuimos
desarrollando y los avances experimentados; no es el objeto de este informe
realizar una descripción minuciosa de los mismos. Señalaré eso sí, cuáles
fueron las conclusiones más importantes al término del proceso:
a)
El origen del fenómeno coincidió en el tiempo con un incidente que Sancho
experimentó una noche, al volver a casa, después de haber cenado en un mesón
toda una cacerola de caracoles a la murciana. En plena tormenta eléctrica, un
rayo lo alcanzó de lleno dejándolo sin sentido durante un período de tiempo
indeterminado. Creemos que este hecho combinado —la gran ingesta gasterópoda y
la descarga violenta de miles de voltios atravesando su organismo—, produjo una
mutación genética que en determinadas circunstancias genera su modificación
fenotípica.
b)
Se consigue controlar el proceso de la mutación de dos formas: evitándolo
cuando no se desea, en noches de lluvia, por medio de una mascarilla filtrante
diseñada al efecto o provocándolo de un grado mínimo a total, según la
necesidad o el deseo, a través de la regulación del suministro de ozono por
medio de un mecanismo portátil acoplado a las vías respiratorias.
Mi intuición no me iba a engañar al decidir
contratar a Sancho. El desarrollo de acontecimientos posteriores
—véase: "Caracolman y el Inspector
Carrillo contra la Mujer Almeja", o "El Hombre Mosca y el fiel
Sancho"—, corroborarían que mi decisión de formar equipo para luchar
contra el mal había sido correcta; incluso antes de aparecer en nuestras vidas
La Metáfora Humana y La Chica Hinchable, personajes con los que, en la
actualidad, formamos el Cuarteto Invencible Cinco "O" —abreviado
C.I.50—, en honor a nuestra fecha de fundación: cinco de octubre. Soy
consciente de que hay muchas personas que no nos toman en serio, que hubo
incluso quien nos tildó de locos, lo cual nos hizo comprender que debíamos
emigrar y ocultar al mundo algunas de las peculiaridades que adornaban a
ciertos miembros del grupo. Quizás algún día, al leer ésta que pretendo sea
larga serie de cuadernos, se reconozca todo el trabajo realizado y el bien que
hemos hecho al conjunto de la sociedad; este es mi deseo y mi intención al
plasmar, sobre los papeles que tienen en sus manos, nuestras fantásticas
aventuras en este prólogo que concluyo y en las páginas que seguirán.
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