Cuaderno de Casos nº1. Pgns.1-9

Camarero, repartidor de publicidad, limpiador de pescado, mozo de carga y descarga, trasero inquieto, aprendiz de mucho durante toda mi vida. Ahora, tras muchos tumbos más debidos a una huida constante que a la búsqueda de mi verdadera vocación, me dispongo a inaugurar oficialmente este bonito cuaderno cuyas suaves cubiertas no me canso de acariciar. Me sitúo presto, en suma, para dejar constancia perdurable, en papel y tinta de toda la vida —no me fío de la durabilidad de ningún otro medio—, de los casos que hasta ahora he tratado y de los que, por afición o encargo, en el futuro me vaya dedicando a investigar en esta mi nueva ocupación que comenzó siendo de detective privado y ahora no sabría bien cómo definir.
Pero quizás en la primera página del que he bautizado como "Cuaderno de casos nº1", y antes de entrar en el auténtico meollo de la narración de los asuntos, personas y circunstancias concretas con las que me he enfrentado hasta hoy, habría de empezar a relatar mi historia desde el principio.
Al otro lado de la calle, desde la ventana tras la que en estos momentos descargo la tinta de mi Cartier 18 quilates, puedo divisar la entrada del local donde mi vida cambió de forma radical dando un giro de "trescientos sesenta grados", como se suele decir por estos lares. Las palabras de la dueña de la administración de loterías, al comprobar el premio del boleto que yo jugaba, han quedado grabadas para siempre en mi memoria: ¡Chacho, corre corriendo pa tu casa que aquí tienes un capazo perras!
Poe, Conan Doyle, Agatha Christie, Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Georges Simenon, Vázquez Montalbán, han sido desde siempre mis escritores de cabecera. Y mi sueño, emular a Pepe Carvalho, el comisario Maigret, Philip Marlowe, Sam Spade, Hercules Poirot, Sherlock Holmes o Auguste Dupin. Mi afición por la novela negra, un curso por correspondencia de auxiliar de detective privado, el vacío legal existente sobre la materia y, para qué engañarnos, ante todo la gran cantidad de dinero que gané jugando a la lotería, me llevaron a intentar hacer realidad mi fantasía de convertirme en protagonista de aventuras detectivescas similares a las que tantas veces, desde bien joven, había devorado de toda la literatura policíaca que fue cayendo en mis manos.
Sin embargo, mi acercamiento a la realidad de la ocupación de mis sueños no pudo resultar más frustrante. Pasados los primeros momentos de emoción ante la novedad del trabajo que desempeñaba, pronto caí en la cuenta de que mi labor se iba a centrar, de forma casi exclusiva, en desenmascarar a maridos o esposas infieles y en el seguimiento de trabajadores en falsa baja laboral, tareas que de ningún modo me hacían sentir realizado. A pesar de todo ello, y de ser consciente de tener económicamente resuelta mi vida, no cejé en mi empeño y continué aceptando multitud de casos que no me agradaban en absoluto a la espera de otros que me hicieran sentir como un auténtico investigador privado, según la romántica idea que yo me había forjado de la profesión.
El primer caso que expondré aquí no resulta ni mínimamente representativo de los que con posterioridad viví, implicándome en intrincadas y peligrosas aventuras, y superando en muchos aspectos las más imaginativas y delirantes narraciones detectivescas y fantásticas jamás creadas; pero supuso para mí la iniciación en una realidad extraña que marcaría para siempre mi forma de ser y de actuar, transformando profundamente el objetivo que hasta entonces me había marcado en mi nueva vida laboral voluntariamente activa.
Considerando el posterior desarrollo de los acontecimientos, a este primer caso relevante al cual me dediqué no se le podría considerar en sentido estricto "caso"; más bien habría de quedar englobado dentro del prólogo del cuaderno de bitácora que en estos momentos me dedico a redactar. Prefacio o primer capítulo, el hecho es que su exposición resulta fundamental para la necesaria ordenación temporal de los sucesos que seguirán, y es por ello que comenzaré relatándolo.
Hace cosa de un año, un tipo se personó en mi despacho presentando un evidente cuadro de ansiedad. El parte meteorológico predecía tormentas para toda la tarde-noche; poco después comprendería que el nerviosismo de mi cliente en gran medida estaba motivado por las adversas condiciones atmosféricas anunciadas.
—Buenas tardes.
—Buenas tardes, tome asiento. Usted dirá.
—Pues mire, no sé por dónde empezar... Va a pensar usted que estoy mal de la cabeza o algo así.
—Por favor, hable con toda libertad. Considéreme en este momento como su ministro espiritual, puede estar usted tranquilo.
—¿Ministro?
—Quiero decir que puede usted hablar con confianza. Le ampara el secreto profesional. En mi código deontológico…
—¿Donto... qué?
—Esto... Disculpe, por favor, prosiga.
—Vale, yo prosigo. Verá usted, yo vivo solo, por suerte o por desgracia, y no tengo a nadie en el mundo y por eso he pensado en acudir a usted, porque últimamente me pasan cosas muy raras.
—¿Cosas raras?
—Sí, verá, yo querría que usted me vigilara.
—¿Que yo le vigile a usted?
—Sí, quiero que me acompañe, esta misma noche si es posible, y observe usted qué es lo que me ocurre.
—¿Y qué le ocurre?
—Pues eso es lo que quiero que usted averigüe.
—Explíquese usted un poco mejor porque no le entiendo.
—Mire, yo lo único que sé es que algunas noches, en días como éste, días de lluvia, me despierto por las mañanas completamente desnudo en mitad de la huerta, y que no consigo recordar nada del modo en que voy a parar a ese lugar. Digamos que me acuesto tranquilamente y cuando me vengo a dar cuenta ya estoy en cueros vivos...
—¿Padece usted de insomnio, sonambulismo?
—¡Oh, no! Nada de eso, además, suceden cosas extrañas. ¿Cómo explicaría usted que cuando despierto entre los limoneros, me recubra por encima del cuerpo una especie de baba; o que me amarre a la cama y luego aparezcan las ligaduras y los nudos intactos y yo me he conseguido escapar a pesar de todo?
—A ver si lo entiendo: usted quiere contratarme para que lo vigile durante la noche, y le explique después qué es lo que ha sucedido para amanecer sin recordar nada fuera de casa.
—Desnudo y en medio de la huerta.
—¿Puedo preguntarle a qué se dedica?
—Soy agricultor, aunque ahora más como afición que por oficio, porque hace unos años tuve un golpe de suerte ¿sabe usted? (...)
Aquel hombre me transmitió buenas vibraciones desde el principio, y aunque en algún momento llegué a pensar que podía no estar en sus cabales, finalmente decidí aceptar su caso convenciéndome de que se encontraba realmente angustiado, y de que en verdad precisaba de mis servicios y ayuda.
El encargo resultaba extraño, pero había conseguido despertar mi curiosidad. Esa misma noche quedé con mi nuevo cliente en la dirección que me facilitó, para servir de guardia nocturno en lo que yo estaba convencido no se trataba más que de un curioso caso de sonambulismo. De haber sabido el horror que iba a presenciar, no me habría mostrado tan optimista y receptivo. Aún hoy, conociendo como conozco a Sancho, sabiendo de las peculiaridades que adornan su curiosa existencia, y habiéndolo contratado como íntimo colaborador en la particular cruzada contra el mal en que se ha transformado mi vocación de investigador privado, me cuesta mucho presenciar sin volver la vista hacia otro lado, el momento en que experimenta su singular metamorfosis.
Con un buen libro, un gran chubasquero, una cámara de video y mi almohada de viaje, me dirigí a la dirección indicada dentro de la hora convenida, con la esperanza de realizar una buena toma en formato de video para que mi cliente quedara plenamente satisfecho. Una vez allí, pensé que a mi hombre le iba a costar bastante conciliar el sueño sabiendo que a los pies de su cama iba a estar un extraño vigilando todos sus movimientos; pero no fue así en absoluto. Hablamos de la sequía, de la temporada de la alcachofa, y un segundo después de su última palabra ya se encontraba roncando como un hipopótamo.
De la mano de un afamado literato sentí que el sueño me vencía. Mi última lectura, un relato en el que se mezclaba con supuesta maestría realidad y mitología, me dio la idea de atar el extremo de un hilo al dedo gordo de mi pie derecho y el otro a la marmota de ochenta kilos que parecía hibernar frente a mí. De esa forma, tras insuflar aire en mi almohada portátil, me dispuse yo también a tratar de descansar, manteniéndome al mismo tiempo alerta y a la espera de acontecimientos.
Desperté de madrugada, sobresaltado, y pude comprobar que no había sido la tensión del hilo que me ligaba a mi cliente lo que había provocado el brusco desvelo; le había dado la holgura suficiente como para que sus movimientos naturales al dormir no repercutieran en la atadura de mi dedo. Me llamó la atención, sin embargo, la postura que Sancho había adoptado en la cama: se hallaba completamente enroscado en una contorsión extrema que desató mi curiosidad. Me acerqué a él y pude observar que temblaba, sudaba con profusión y su cara había palidecido enormemente. Me asusté, pensé que se encontraba gravemente enfermo y traté de despertarlo. Entonces ocurrió: primero se estiró al máximo, permaneciendo rígido durante unos segundos, y después fui horrorizado testigo de cómo sus rasgos faciales comenzaban a diluirse, su piel adoptaba una textura casi transparente y sus extremidades se encogían más y más hasta desaparecer por completo. Poco después, convertido en una especie de babosa gigante, Sancho, o lo que demonios fuera aquello, resbalaba por entre las sábanas y el pijama, dejándose caer lentamente hasta el suelo, mientras yo empotraba mi espalda contra una de las paredes de la habitación, paralizado por el miedo.
Tardé bastante tiempo en reaccionar. Pero, pensando que aquello tal vez sería un acontecimiento irrepetible, tome mi cámara, le incorporé el foco que la complementaba y corrí tras el monstruo baboso que sólo unos minutos antes yacía en su lecho humano, en forma de rústico huertano roncador.
Durante aquella primera experiencia agoté rápidamente las baterías de mi video-cámara; fue un gran error, pues no pude grabar la transformación de la babosa gigante de nuevo en hombre, una vez que amaneció y los primeros haces de luz natural tocaron su cuerpo. En efecto, con el alba, fui de nuevo testigo de la metamorfosis, e igualmente horrorizado presencié cómo se repetía el proceso de transformación que había tenido lugar durante la noche anterior, pero esta vez en sentido inverso, recuperando el monstruo su primigenia forma humana.
En los días y semanas que sucedieron, el seguimiento y la investigación del caso se iba a centrar en tres aspectos fundamentales: documentación exhaustiva, a través de fotografías y grabaciones en video; estudio sobre las causas y origen de la manifestación y ensayos para el control, en momento y grado, de la transmutación.
Resultaría harto prolijo el exponer aquí, paso a paso, los procedimientos que fuimos desarrollando y los avances experimentados; no es el objeto de este informe realizar una descripción minuciosa de los mismos. Señalaré eso sí, cuáles fueron las conclusiones más importantes al término del proceso:
a) El origen del fenómeno coincidió en el tiempo con un incidente que Sancho experimentó una noche, al volver a casa, después de haber cenado en un mesón toda una cacerola de caracoles a la murciana. En plena tormenta eléctrica, un rayo lo alcanzó de lleno dejándolo sin sentido durante un período de tiempo indeterminado. Creemos que este hecho combinado —la gran ingesta gasterópoda y la descarga violenta de miles de voltios atravesando su organismo—, produjo una mutación genética que en determinadas circunstancias genera su modificación fenotípica.
b) Se consigue controlar el proceso de la mutación de dos formas: evitándolo cuando no se desea, en noches de lluvia, por medio de una mascarilla filtrante diseñada al efecto o provocándolo de un grado mínimo a total, según la necesidad o el deseo, a través de la regulación del suministro de ozono por medio de un mecanismo portátil acoplado a las vías respiratorias.
  Mi intuición no me iba a engañar al decidir contratar a Sancho. El desarrollo de acontecimientos   posteriores  —véase: "Caracolman y el Inspector Carrillo contra la Mujer Almeja", o "El Hombre Mosca y el fiel Sancho"—, corroborarían que mi decisión de formar equipo para luchar contra el mal había sido correcta; incluso antes de aparecer en nuestras vidas La Metáfora Humana y La Chica Hinchable, personajes con los que, en la actualidad, formamos el Cuarteto Invencible Cinco "O" —abreviado C.I.50—, en honor a nuestra fecha de fundación: cinco de octubre. Soy consciente de que hay muchas personas que no nos toman en serio, que hubo incluso quien nos tildó de locos, lo cual nos hizo comprender que debíamos emigrar y ocultar al mundo algunas de las peculiaridades que adornaban a ciertos miembros del grupo. Quizás algún día, al leer ésta que pretendo sea larga serie de cuadernos, se reconozca todo el trabajo realizado y el bien que hemos hecho al conjunto de la sociedad; este es mi deseo y mi intención al plasmar, sobre los papeles que tienen en sus manos, nuestras fantásticas aventuras en este prólogo que concluyo y en las páginas que seguirán.

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