—¡Venga,
todo el mundo a la cama! ¿Qué vamos a hacer aquí toda la noche? Mañana va a ser
un día muy duro, ¡Usted, a su casa! Y la tía que se venga para arriba y duerma
con nosotros.
En
susurros:
—La
puerta está abierta.
—¡Déjame!
¡déjame a mí! —girando el pomo con sigilo y asomando la cabeza con cuidado—
Parece un almacén, ¡pásame la linterna pequeña!
—Ten
cuidado. A veces, cuando hace calor la gente se baja a dormir a la planta baja.
—¿Por
qué crees que te pido la birria de linterna esa? Y cállate un poco, que me
haces hablar y no estamos aquí de tertulia —rápido barrido— Vale, hay una
escalera de caracol al fondo a la derecha, en la izquierda hay un recodo y
muchos trastos por todas partes, en el centro hay algo, ahí en medio —señalando
con la linterna apagada—, no distingo lo que puede ser, parece una caja grande,
un arcón alto o un mueble. Tú vete para la escalera y agárrala, a la menor
vibración salimos de aquí por patas.
Lo primero que voy a hacer es ver qué es eso, luego miramos si hay algo de
valor.
Las
luces se encienden de pronto y los dos hombres, que en la penumbra dirigían sus
miradas hacia el centro del local intentando descubrir la naturaleza del
extraño objeto situado en mitad de la estancia, quedan paralizados al descubrir
que se trata de un ataúd. Con la boca abierta, permanecen petrificados en lugar
de intentar ocultarse o escapar como sería lógico al ser sorprendidos en sus
labores de latrocinio.
Un
muchacho vestido con una camiseta de Judas Priest los contempla desde la puerta
metálica2 de la entrada y pregunta:
—¿Qué
hacen aquí a oscuras? —y sin esperar respuesta prosigue— ¿Dónde está todo el
mundo?
—La...
la puerta estaba abierta.
—Sí,
nosotros... ya nos marchábamos.
—Pero
no, no se vayan, esperen un poco que voy a llamar a mi madre ¡Mamá! ¡Mamá!
—mirando hacia arriba por el hueco de la escalera—.
—¡Oh,
es igual! No te molestes...
—Pero
si no... ¡Mamá!
Un
grupo de unas diez personas entra en ese momento quedando la puerta bloqueada.
—¿Qué
pasa? —Se escucha desde arriba.
—Que
hay gente aquí abajo, y ha venido la cuadrilla del tío Mariano.
—¡Ya
voy!
—¿Os
habíais ido a descansar? —habla uno de los amigos del difunto— Venga, no pasa
nada, mañana vendremos para el funeral.
—Eso,
eso, ya si eso mañana
nos pasamos y eso —apostilla elocuente
uno de los ladrones.
—¡Oh,
no!, no se vayan, nos habíamos subido por la tía, para que recuperara fuerzas
para mañana.
—¡Por
mí no, eh! —rebate la tía mientras baja también la escalera— Que yo no quería
acostarme.
Aprovechando
que la puerta de salida ha quedado algo despejada, los dos ladrones intentan
deslizarse hacia el exterior cuando la conversación les detiene.
—Ahora
mismo bajo unas bebidas y un tentempié.
—Bueno,
nos quedamos un rato ¿no? —habla uno de los cacos mientras el otro asiente a su
propuesta.
—Todo
sea por el tío Mariano que era muy buena persona —replica el otro con ironía.
—¿Te
acuerdas de cómo nos poníamos en las fiestas del Partido? —recuerdan los dos
compinches, interesados plañideros, mientras dan buena cuenta de los saladitos,
el jamón y el vino que la matriarca de la casa ha servido a los presentes.
—Qué
buena idea tuviste, afiliarnos... Menudas meriendas que servían después de los
mítines. ¿Te acuerdas todavía de la letra de
La Internacional?
—¡Arriba parias de la tierra! ¡En pie
famélica legión! —ríen y cantan a la vez, con la boca llena, a media voz creyendo
que nadie los escucha.
De
pronto, los amigos del muerto, primero los más cercanos a los dos ladrones e
inmediatamente después todos los demás se levantan e interpretan voz en grito y
puño en alto la letra completa del himno del proletariado.
Los
dos secuaces, iniciadores accidentales del emocionado cántico se ven obligados
también a levantarse, y uno de ellos, mientras canta, estruja en su puño alzado
un tercio del sandwich de jamón que no atinó a dejar en el plato.
(...)Agrupémonos todos
en la lucha final
que se alcen los pueblos con
valor
por la Internacionaaaaaargh
—¡Dimas,
Dimas, qué te pasa! ¡Por favor, que alguien ayude! ¡se ha atragantado! ¡Estaba
cantando con la boca llena! ¡Dimas!
Dimas
echa a correr dando vueltas por el almacén con las manos en la garganta, sin
poder tomar ni expulsar un centímetro cúbico de aire. Uno de los más decididos
camaradas del finado le pone la zancadilla para pararlo y al perder el
equilibrio y caer a trompicones se detiene golpeándose el abdomen contra la
caja en la que reposa el difunto. Una gran bola de jamón sale disparada de la
boca del ladrón que por fin recobra el resuello, cayendo caja con muerto y
apurado ratero al suelo, este último casi acostándose sobre el primero en su
lecho.
—¡Dimas!
¿estás bien? —su compañero se acerca entre preocupado y aliviado para prestarle
ayuda.
—Te
tengo dicho que no me llames por mi nombre cuando estamos trabajando —contesta
en voz baja y entrecortada mientras va recobrando la cadencia normal en su
respiración.
—Dimas...
estuvieron acertados tus padres cuando te bautizaron —replica su compinche
espetándole por enésima vez su burla preferida, esta vez motivada por la
tensión de la que acababa de liberarse.
—No
somos ladrones; colectivizamos los bienes materiales, me duele la boca de
decírtelo.
—Dime,
¿has visto el famoso túnel con una luz al fondo que dicen ver los que están a
punto de morir?
—Sí,
y un hombre de cabellos y barba blanca que me recibía con los brazos abiertos.
—¿Dios?
—O
Karl Marx, no lo sé.
—Desde
luego —habla uno de los camaradas del exánime— si no hubiera sido tan rojo, habría podido ir para santo.
—Y
que lo digas, hasta después de muerto mirando por el prójimo —replica otro
anciano refiriéndose al afortunado golpe con el féretro que había desatascado
las vías respiratorias del hombre que casi perece asfixiado.
—Follamonjas y santo.
—¿Cómo?
—pregunta sorprendido el compañero de Dimas.
—En
la guerra, el camarada Nicolás descubrió a un grupo de religiosas escondidas y una de ellas
se empeñó en que el joven miliciano pretendía ultrajarlas, así que la mujer se
empleó a fondo para salvar a sus
hermanas.
—Y
con Follamonjas se quedó.
Los
dos delincuentes ríen al escuchar la historia y la dueña de la casa trata de
poner orden:
—¡Vale
ya, eh! ¡que está presente la viuda!
—No
hija, deja, deja, si yo ya estoy acostumbrada —dice la tía volviendo a dejar en
evidencia a su sobrina política.
La
puerta del almacén se abre de nuevo y un orondo hombre, trajeado y de andar
vacilante, que apenas cabe por la puerta, entra en el local haciéndose de
pronto un gran silencio y quedando también él mismo sorprendido al contemplar
el auditorio al que se enfrenta.
—El
Martínez —se anuncia en un mal disimulado tole tole.
—¡Mal
rayo le parta! ¿No estaba encamado y en las últimas el facha este?
La
sobrina del muerto, propietaria de la casa y vecina del Martínez, se apresura
hacia la puerta para acallar el rumor creciente que comienza a rebotar en el
almacén.
—Buenas
noches Don José Antonio.
—Buenas
noches. Mi más sentido pésame. ¿La viuda?
La
tía se acerca, sencilla e incapaz de albergar rencor, divertida al ver el apuro
de su vecino, que haciendo un descomunal esfuerzo se levantó de la cama, a tan
altas horas de la madrugada, para intentar coincidir en el velatorio sólo con
los familiares más allegados y no con toda aquella panda de provectos rojos a
los que no esperaba encontrar.
Apoyándose
en su bastón y escoltado por sus dos hijos, muy pegados a él, sin duda
esperando en cualquier momento que las fuerzas le fallaran al viejo, El Martínez
se inclina sobre la tía y roza su cara contra la de ella sin llegar a besarla
para darle sus condolencias.
—¿Quién
es ese fulano? —pregunta Dimas.
—El
ricachón del pueblo, el cacique durante muchos años —le contesta un convecino.
—¿Y
dice que tiene mucho dinero?
—¡Mal
bicho! ¿para qué habrá venido aquí? —añade otro correligionario.
Percatándose
del mal ambiente que ha generado su presencia, El Martínez desecha su inicial
intención de caminar hasta el féretro y pararse a contemplar unos segundos la
cara de su antiguo rival, así que simplemente se marcha, después de haber
presentado sus condolencias a la familia.
—¿Y
dónde dice usted que vive El Martínez? —pregunta uno de los ladrones imaginando colchones,
almohadas y otros escondites secretos repletos de billetes.
A
hora muy temprana de la mañana, los muy madrugadores habían animado aún más el
velatorio con su presencia; unas treinta personas se congregan en torno al
difunto cuando hace acto de presencia el párroco del pueblo.
—¡No
me jodas!
—¡El
que faltaba!
—¡Éramos
pocos y parió La Virgen!
—Venga
camaradas, que Joaquín es un tío comprometido, más que muchos de nosotros en
toda nuestra vida.
—Sí,
pero sigue siendo cura.
—Eso
¡Joder! Un cura es un cura. ¿O no?
—Encarna,
¿Cómo estás? —pregunta el padre Joaquin.
—Bueno...
Pues ya ve.
—Has
decidido ya sobre lo que hablamos ayer.
—Sí,
quiero que se respete la voluntad de mi marido, nos iremos directamente para el
cementerio, pero me gustaría que dijera usted unas palabras al pie de su tumba,
creo que eso a él no le importaría.
—Está
bien, como quieras. ¿Y de lo del traslado?
—¡Tía
no empiece otra vez! —interviene la propietaria de la casa, anticipándose a su
respuesta.
—Él
quería que lo llevaran a hombros hasta el cementerio. Que usted, Joaquín, fuera
uno de los porteadores.
—¡Tía
por favor! —llevándosela aparte y en voz baja— Sabe perfectamente que eso era
una coña de su marido, que lleva años bromeando con lo de incordiar lo más
posible el día de su entierro: "Si me muero en el valle que me entierren
en la montaña y si me muero en la montaña que me bajen hasta el valle" y
toda esa chufla.
—Pero
no te preocupes, hija —dice la tía volviendo al encuentro del padre Joaquín—.
Si aquí hay suficientes buenos mozos para llevarlo hasta el camposanto —en voz
alta dirigiéndose a los presentes—, si está a menos de un kilómetro a pie.
¿Verdad que sí? —dice mirando a los dos ladrones que, despistados, no sabían de
lo que estaba hablando aquella mujer.
—Sí...
sí... por supuesto —contestan al unísono, dándole la razón sin comprender.
—Decidido
—sentencia la tía—. Ustedes irán detrás, uno a cada lado— y usted, padre, en
cabeza con mi sobrino.
—En
verdad, en verdad te digo camarada —dice Dimas dirigiéndose a su compinche—,
que para ver cosas estar vivo. Quién hubiera dicho que íbamos a acabar así
nuestra jornada laboral.
—Espera
que aún podremos sacar algo de provecho. En situaciones así se suele descuidar
el bolsillo y la billetera.
—Desde
luego… ya no existe decencia, ni valores, ni respeto siquiera por los muertos.
—Ni necesidad que esté por debajo de ellos en este mundo injusto
compañero.
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