El diario

       No sé muy bien por qué esta noche he decidido retomar mi diario. Sí recuerdo, en cambio, el motivo por el cual dejé de escribir las cosas que me sucedían y que pasaban por mi cabeza día a día, después de años disciplinariamente habituada a hacerlo: Edelmiro me convenció de que era una costumbre infantil, una autoimposición absurda, una obligación de la que debía desprenderme para ser más libre.
Ahora, como entonces, no encuentro una explicación lógica para dejar constancia impresa de lo que vivo, pero lo cierto es que siento la necesidad de hacerlo. Además, lejos de sentirme paralizada por la tristeza o abrumada por el peso de la soledad esta primera noche que voy a dormir sin ningún familiar a mi lado tras la muerte de Edelmiro, he sentido una extraña emoción liberadora al pensar en sentarme frente a la chimenea del salón tomando en mis manos una pluma y el diario que dejé a medio hace ahora... quince años.
Me encuentro pues ante la disyuntiva de resumir todo este espacio en blanco que ocupan mis años de matrimonio con Edelmiro, en los que dejé de escribir, o retomar este río de tinta a fecha de hoy: viuda, con dos hijos y renovadas ganas de contarme mi vida, he de suponer que como terapia contra la soledad.
Mañana se cumplirán nueve meses desde que a Edelmiro le diagnosticaron la enfermedad que ha acabado con su vida. Su muerte, si he de ser sincera me ha apenado enormemente pero también sabiéndola inevitable e inminente me hizo sentir aliviada. Quizás por sentimientos contradictorios como estos que confieso es por lo que necesito escribir, para ordenar mis ideas, para tratar de entenderme: triste y liberada.
Me cuesta horrores escribir, por una parte porque me pesa la falta de práctica y, en otro orden, porque afloran ante mí sentimientos que me espantan y que hasta ahora me había negado a admitir.
Edelmiro tuvo conocimiento desde el principio de la gravedad de su enfermedad. Y también todo el mundo supo que él era consciente de lo que le esperaba. Todos admiraron el ejemplo que dio de amor por la vida y de ansias por aprovechar intensamente cada instante, su valentía y su entereza ante la inminencia del fin.
Edelmiro, Edelmiro, la palabra más escuchada en mi entorno y en mi cabeza; caigo en la cuenta, mientras corre la tinta sobre mi cuaderno, de que yo también existo. YO, cuánto tiempo sin encontrarme conmigo misma, sin pensar en mí. Todavía estoy conmocionada por el día del entierro de mi marido; en el abatimiento del día en que todo tocó a su fin, durante los primeros preparativos del sepelio, cruzó por mi mente la idea de que me correspondería como viuda el papel protagonista en su funeral, pero el primer encuentro con mi suegra con su histriónico dolor, sus secuenciales desvanecimientos y su empecinamiento por acompañar hasta el último momento a su hijo —a punto estuvo de caer en la fosa si no llegan a sujetarla a tiempo ya en vilo— me hizo resignarme de nuevo a permanecer en un segundo plano.
Las admoniciones de la madre de Edelmiro siempre supusieron un punto de fricción durante nuestro matrimonio, y no han dejado de exasperarme ni aún después de faltar él. En este tiempo de estrenada viudedad, mi madre política también ha tenido tiempo de reconvenirme: "no has guardado luto", así, sin estridencias, "sin ninguna mala intención", como siempre se apresuraba a defender Edelmiro cuando yo me quejaba ante cualquier otro de sus constantes apuntes maternales; "pensaréis ir pronto a por la parejita ¿no? Porque si queréis tener más de un niño... y con la edad que tú tienes...". Y ya el colmo, sus consejos de celestina tras enterarse de la gravedad del mal que padecía su hijo: "te toca hacerle feliz en todo ahora más que nunca, mímalo mucho, cuídalo y no le niegues nada". Logré controlarme aquel día pensando que la noticia la había trastornado, pero falto muy poco para que estallara. De todas formas, sus consejos y directrices siempre acababan por llevarse a la práctica, ha sido así desde que la conocí. Y en lo tocante a sus velados preceptos sobre cuál debía ser mi actitud ante su desahuciado vástago, además, iban a hacerse realidad de un modo que ni ella misma podrá nunca llegar a imaginarse.
Nuestra vida sexual en los últimos meses: puro hardcore. Las más perversas y denigrantes fantasías de Edelmiro hechas realidad, y yo debatiéndome entre el sentimiento de querer hacerle disfrutar al máximo durante el tiempo que le quedara por vivir en este mundo y la angustia de sentirme utilizada como objeto y esclava, como una prostituta obligada a dejar hacer con su cuerpo lo que a él le viniera en gana. En los momentos de mayor asco y dolor, cuando a punto estaba ya de no poder soportar más, finalmente conteniéndome al repetirme mentalmente a mí misma lo egoísta que podía llegar a ser. Las secuelas físicas —la cistitis, mis hemorroides, las marcas en espalda y nalgas, los moratones por todo el cuerpo, los picores por el crecimiento de mi vello púbico— pasarán con el tiempo; lo que no puedo abarcar son las consecuencias psicológicas que llegaré quizás a sufrir debido a la dura experiencia por la que he pasado. La duda sobre si fue el amor, la pena, la presión externa o una obligación autoimpuesta lo que motivó mi sometimiento consentido a la autoridad perversa de Edelmiro es un asunto que aún no he logrado resolver.

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Hoy he llevado a los niños a casa de mi hermana para que pasen esta semana de vacaciones con sus primos y poder así tener todo mi tiempo disponible para arreglar los asuntos pendientes por el fallecimiento de Edelmiro. A decir verdad sólo he de seguir las instrucciones que él mismo dejó escritas. Siempre me he mantenido al margen de sus negocios, si obviamos las firmas que de cuando en cuando me hacía estampar sobre un buen montón de papeles.
En el cuaderno que me ha dejado con las indicaciones necesarias para obtener el máximo beneficio de nuestros bienes —muchos de ellos desconocidos para mí hasta ahora—, Edelmiro afirma a modo de introducción que si sigo al pie de la letra sus consejos, podremos mantener nuestro actual nivel de vida durante muchos años.
También según su deseo expresado pocos días antes de morir, he recogido dos paquetes que tenía guardados para mí en el altillo de uno de los armarios de su despacho. Uno contiene un disco duro de ordenador, el otro su pene en erección —no he tenido ninguna duda al tomarlo en mis manos— modelado en un material que no soy capaz de identificar y del que probablemente nunca conoceré su composición pues no me atreveré a consultar con un experto llevando en mis manos tal fetiche.
El disco duro contiene un montón de archivos de video en los que aparece Edelmiro disertando sobre los más variados temas, narrando cuentos e historias populares, repasando anécdotas de su infancia y juventud, dando consejos de diverso calado a los niños para guiarlos hasta la mayoría de edad. A mí me corresponde —según sus propias palabras— la labor de dosificar y administrar el visionado de estas películas dirigidas a nuestros hijos con el fin de que se cumpla su voluntad de acompañarlos, seguir influyendo en su educación y estar entre nosotros en definitiva, no sólo en nuestro recuerdo, sino también físicamente a través de su imagen y su voz.
En cuanto al fálico regalo de despedida, no me cabe ninguna duda de que se trata de la puesta en práctica de una macabra fantasía: la pretensión de follarme a título póstumo. Me puedo imaginar a Edelmiro excitándose en la maquinación, desarrollo y culminación de la idea. Siento asco al pensar en ello.
Realmente estoy muy confusa, el dolor por la pérdida del hombre al que creo haber amado, se mezcla de forma desconcertante con la sensación de rechazo que me provocan ciertos recuerdos que acuden a mi memoria, repentinamente intensificados hoy por el descubrimiento del legado que Edelmiro estuvo preparando durante los últimos meses con la intención de tratar de vencer a la muerte.

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    Esta noche la necesidad que me impulsa a escribir es distinta de la de ayer, o quizás no. Si concluía que debía ordenar en mi cabeza determinados sentimientos contradictorios y que por ello necesitaba expresarme por escrito, ahora me siento obligada a justificarme o, mejor dicho, a confesar debido a la actuación que poco antes de sentarme frente a este cuaderno no he podido evitar llevar a término: formateé el disco duro con todos los videos dejados por Edelmiro para ser visionados después de su muerte, con lo cual han quedado borrados para siempre. Y en cuanto al duplicado de los atributos sexuales de mi marido, es cierto que jamás podré saber la composición material de su fabricación pero al menos ahora conozco su comportamiento ante el fuego.

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