Érase
una vez, en un lejano rincón del submundo, un afamado, reputado y mundialmente
conocido pedagogo: el insigne profesor
Joseph Yagüe. Aquel hombre
desalmado —calificativo con el que lo adorno por los hechos que seguidamente
conoceréis— debía su prestigio a los grandes genios que habían surgido de su
hogar de acogida para niños de la calle. En efecto, Herr Joseph tomaba su materia prima de las zonas más marginadas
dentro del radio de acción que abarcaba desde su sede, estratégicamente situada
en una controvertida frontera internacionalmente reconocida como tierra de
nadie.
Grupo
experimental y grupo de control, ciencias exactas aplicadas al campo de las
humanidades. Yagüe —en adelante suprimiré el tratamiento de Herr o profesor que no merece, ni aun después de muerto— trataba de
demostrar que todo ser normal es superdotado en potencia. Ideó para ello un
método infalible, pues todos aquellos que no alcanzaban los objetivos
propuestos inmediatamente eran etiquetados como sujetos incorrectamente
seleccionados, en cuanto al necesario requisito previo de normalidad genética.
Desde
el principio, en el lejano día en que fui llevado a su hogar de acogida por las
autoridades de mi país, al quedar huérfano y sin nadie en el mundo a una edad
de la que apenas conservo memoria pasada, fui uno de los designados para formar
parte del reducido grupo de niños que conformarían la futura elite dentro del
campo de exterminio mental y físico en el que viviríamos sin saberlo. Para
dicha selección fuimos bombardeados con amplias baterías de tests de inteligencia
y pruebas para medir actitudes, normas y valores. Debíamos presentar un claro
perfil: muy capaces y a la vez sin una moral totalmente conformada —como
sucedía en mi caso por la tierna edad en que fui acogido—, o, en su defecto,
plenamente conscientes de nuestros actos pero sin el más mínimo sentido de
responsabilidad o culpa. El resultado: la elección de un grupo de individuos,
en su mayoría potenciales psicópatas, que habrían de prestar el apoyo
incondicional y necesario para el perfecto desarrollo de los criminales métodos
de Yagüe.
Así,
cada vez con mayor frecuencia, llegaban autobuses repletos de niños
abandonados, huérfanos, hijos de la calle o de la guerra, en suma pequeños
desechos humanos. Especializado en evaluación psicológica, mi misión era
sencilla: diagnosticar a los recién llegados como sujetos normales —según la
más clásica concepción de inteligencia desarrollada por Binet—, o no aptos por
su bajo cociente intelectual —a estos últimos ya no los volvíamos a ver jamás—.
Se descubriría después de la rebelión, en las investigaciones realizadas por diversos
organismos mundiales de protección del menor y los derechos humanos, que
existía en este punto una ramificación de la diabólica maraña urdida por
nuestro tutor; una conexión internacional con el tráfico de niños hacia el
mercado de la prostitución infantil y el trasplante ilegal de órganos.
El
hecho es que, como buena pieza torneada para servir al engranaje en que
estábamos atrapados, superespecializados todos y cada uno de los esbirros de
Yagüe, a nadie se le ocurría preguntarse por el sentido global, los objetivos,
los planteamientos de fondo de aquella microsociedad; el gueto del que, por
otra parte, nos sentíamos orgullosos, pues el desarrollo de este sentimiento
era uno de los aspectos más intensamente trabajado durante nuestra formación, y
diariamente se veía reforzado por un buen número de rituales de obligado
cumplimiento.
Sin
embargo, cierto día, tras perder nuestro autocar al concluir una recogida de
niños en el distrito marginal más próximo de un país vecino —uno de los pocos
lugares a los que acudíamos personalmente—, sucedió que me encontré solo en la
ciudad. Al principio se apoderó de mí una profunda sensación de inseguridad,
pero poco después, conmocionado al experimentar por primera vez la libertad,
sentí que algo muy importante me estaba siendo revelado; con el tiempo
comprendí que fue precisamente aquel el momento en que despertó mi aletargado
sentido crítico.
Empecé
a hacerme preguntas, a investigar, a comprender, pero con una prudencia que
estoy seguro salvó mi vida: exteriormente no sólo seguí desarrollando de forma
eficaz la labor para la que estaba programado dentro del sistema social ideado
por Yagüe, sino que además me esforcé en aparentar ser su más fervoroso e
incondicional seguidor, empeñándome al máximo para llamar su atención primero y
ganar su confianza después. De tal modo ocurrió así, que llegó el día en que
Yagüe me confió su mayor secreto: la hipótesis científica que cimentaba la
existencia de lo que, con delirante orgullo, esgrimía el tirano como el mayor
experimento llevado a cabo jamás en el ámbito de las Ciencias de la Educación.
Para entonces yo ya había conseguido el privilegio de convertirme en tutor de
media docena de chicos, educados por mí sin la supervisión de nuestro Gran Hermano. La base de sus investigaciones
partía del hecho, biológicamente demostrado, de que el método de enseñanza más
eficaz, aquél que pretendía hallar Yagüe para convertir a seres genéticamente
normales en individuos superdotados, era el que proporcionaba una mayor
conexión entre las células nerviosas, así como una más rica mielinización.
Hasta la fecha de inicio del proyecto del hogar,
esta clase de investigaciones —el efecto neurológico que producen determinados
tipos de instrucción con respecto a otros—, por razones obvias sólo se había
experimentado con animales de laboratorio, pues para su adecuada comprobación
era necesario diseccionar el encéfalo de los individuos sujetos de estudio y
por consiguiente provocar su muerte.
La
frialdad con la que afronté el conocimiento pleno del horror que allí se vivía,
el especial cuidado con el que revelé la situación a mis seis muchachos de
confianza una vez que los consideré preparados, la meticulosidad del plan que
diseñamos para sacarlo todo a la luz y que Yagüe no consiguiera escapar al verse
descubierto; nada de ello, consiguió evitar el derramamiento de sangre durante
la rebelión. No entraré en detalles en este momento, pero he de reconocer que
el control de los acontecimientos se nos escapó de las manos. El pensamiento de
que quizás hubieran existido otras alternativas de actuación que posibilitaran
un final incruento, me ha perseguido durante todo este tiempo provocándome
numerosas noches de insomnio. Y no sólo lo lamento por las vidas que se
perdieron —todas inocentes; hasta la del más fanático adepto a Yagüe por
manipulado desde niño—, sino porque la tortura, trepanación y muerte del Padre —como gustaba ser llamado nuestro
guía en sus últimos días— impidió que fuera juzgado, humillado y sentenciado
por un tribunal internacional para servir como público ejemplo de lo que puede
esperar todo aquel que se aventure, en el difícil futuro que se nos avecina, a
jugar a ser Dios entre los hombres.
Mis
compañeros de Amnistía Mundial me animan para que relate extensamente, en un
libro que sería adecuadamente editado y publicitado, todos los avatares que
conformaron mi vida durante aquellos años. Quizás lo haga, casi seguro que
dentro de un tiempo podrán adquirir mi autobiografía a través del catálogo de
nuestra organización y en librerías especializadas, pero mientras tanto
necesitaba redondear mi particular ajuste de cuentas narrando de forma completa
y concisa los sucesos que he descrito en las líneas que acaban de leer. Así que
ahora, habiendo dejado plasmado lo que viví y esperando poderlo desarrollar con
toda la calma y el rigor de los que sea capaz, supongo que todos podremos
marchar a dormir un poco más en paz.
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