El loco

La esencia de la grandeza es la facultad de escoger el crecimiento
 personal en circunstancias en que otros escogen la locura” 
Wayne W. Dyer

"Todo es para bien. El yo se destroza y uno crece"
Alejandro Jodorowsky 


Finalmente lo tacharon de loco. Los especialistas en la materia —gris en el caso que nos ocupa—, utilizan correctos eufemismos para definir su patología mientras todo el mundo afirma que el muchacho ha perdido la cabeza.
En muchos momentos, casi en todo instante durante su vida de este tiempo hacia atrás, hasta tener memoria de lo vivido, podría haber admitido que precisaba ayuda; ¿pero ahora? Ahora no. No tiene ni la más mínima duda. No reconoce, como le dicen, que sus sentimientos estén bloqueados, que experimenta una negación de la realidad que le hace confundir sus ideas, que vive dominado por un narcisismo exacerbado, que es un hedonista sin sentimiento de culpa; estas y otras muchas cosas afirman sobre él desde diversos paradigmas y escuelas psiquiátricas. Y según todos ellos la negación de su trastorno —tan evidente— es en último extremo una prueba de la existencia del mismo y a la vez la constatación del estadio en que se encuentra: el más alejado de una hipotética curación o control de la alteración mental que padece.
Él se deja hacer: consultas, entrevistas, tests, hipnosis, fármacos, homeopatía, acupuntura, curanderismo, médicos, paramédicos, coachs, sacerdotes, chamanes. No entiende nada, sólo percibe que desde que optó por obedecer, por permitir que lo llevaran de un sitio a otro, por dejar de decir “no me ocurre nada”, la tensión a su alrededor ha descendido hasta un grado soportable.
A nadie se le ocurrió socorrerle durante los años en que se sintió sumido en el vértigo que lo empujaba a desentrañar el significado último de las cosas; empeño que lo llevó al agotamiento, a la extenuación mental al desembocar en el límite en que ciencia y metafísica se rozan con la punta de sus dedos para tratar de hallar la verdad más esencial. Convertido en pseudocientífico por el estudio obsesivo y autodidacta de las partículas elementales, empapado con las obras de Einstein, Bohr, Podolsky, Rosen, Bell, von Neumann, Schrödinger; repudiado por su falta de formación académica en los círculos más ortodoxos y expulsado de los alucinados ambientes paracientíficos al ser acusado de rigidez academicista, se sorprendió una noche teorizando sobre hadrones, leptones, protones, neutrones, electrones, antineutrinos, bosones y fermiones ante las putas del Soho. En ese delicado instante en que de pronto, por un fogonazo de lucidez, se detuvo a meditar sobre lo absurdo de su conducta ante aquel extraño auditorio, entonces sí podría haber llegado a admitir que su vida había tomado un rumbo disparatado, pero ahora de ninguna manera.
Todos se mostraron sorprendidos y orgullosos de él, niño prodigio, cuando a la más tierna edad el plan de fomento de la lectura, organizado en su comunidad escolar, lo llevó a obsesionarse con la letra impresa hasta el extremo de convertirse en bulímico lector. Nadie sabía que al principio fue sólo por el simple afán de alcanzar el diploma acreditativo de infante letrado y de completar el álbum de cromos que educadores y psicopedagogos habían diseñado para la ocasión. Los objetivos de aquella campaña habían sido ampliamente superados en su caso. Como lector compulsivo no sólo descubrió a partir de entonces la literatura y los más diversos ámbitos del saber humano, sino que  también  se  conformó  en  él  un  original  pensamiento —por llamarlo de algún modo— como resultado de su tenacidad al devorar, además de libros, todo texto que de forma más o menos casual caía entre sus manos: revistas y periódicos, etiquetas y prospectos de los más diversos productos, panfletos, trípticos y folletos, manuales de instrucciones, guías telefónicas. Para su desesperación, se entretuvo un día calculando cuánto tiempo le llevaría asimilar todo el material existente en la gran biblioteca de la capital, y el resultado le sumió en un bloqueo que le impidió volver a leer durante meses. Por sí solo supero el trauma y nadie, en todo ese tiempo, detectó problema alguno en su conducta, a pesar de no relacionarse con los demás niños, de no jugar, de no ver televisión, de desarrollar una miopía galopante, de vivir en un hermético mundo del que sólo lo sacó el terremoto hormonal de la adolescencia. Entonces no se preocuparon por él y ahora, paradojas de la psicosociología, sintiéndose en plena armonía por primera vez en su vida, bien es cierto que en circunstancias en las que sería fácil pensar que otra persona podría quedar privada de juicio, tratan de convencerlo de que no está en sus cabales.
Toda su vida había transcurrido de la misma forma: un nuevo trauma, adicción u obsesión venía a rescatarlo de la esclavizante situación en la que estaba sumido. Una cadena sin fin de la que nunca terminaba de tomar conciencia. Gracias a una maldición superó su adicción al sexo —“Así te se quede la picha floja y no puedas volver a estar con una muhé el resto de  tu   puñetera   vida”—.   Su  fijación  por  una  muchacha lo curó de su autoinducida impotencia sexual. El convencimiento de padecer agorafobia motivó que olvidase a la chica que era causa de sus desvelos. Su adhesión a una iglesia sectaria le hizo superar sus miedos. Finalmente, por puro anhelo de querer comprobar por sí mismo la veracidad de sus creencias, una crisis de fe lo llevó a la búsqueda personal de la trascendencia, al borde del suicidio y al ateísmo.
 Ahora, echando la vista atrás, admitía que habría sido más conveniente en cualquiera de aquellos momentos el apoyo externo del brujo o del reconocido especialista que le hacían visitar en el presente. Sin embargo, también llegó a la conclusión de que, de haber recibido ese tipo de ayuda en su pasado, de haberse convertido en un ser mentalmente equilibrado, normal, sea lo que fuere que signifique este concepto, dadas las actuales dramáticas circunstancias externas que conforman su vida, probablemente hoy andaría gravemente trastornado, desesperado, hundido, perdido en un abismo insondable, habitando el más terrible infierno mental.
    —Definitivamente —infirió—, la anormalidad que padezco me ha salvado de la locura.

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